jueves, 11 de enero de 2018

REFLEXIONES POST-NAVIDEÑAS

Recuerdo que cuando era niña me encantaban las vacaciones de Navidad. Tiene su lógica, claro. Creo que a todos los niños que tenemos la suerte de nacer en el mundo desarrollado y con las necesidades básicas cubiertas nos gustan estas fiestas porque son sinónimo de regalos, comidas ricas, reuniones familiares, juegos y diversión. Después crecemos y por lo general cada vez nos van gustando menos. Hay quienes mantienen ese espíritu navideño durante toda la vida y disfrutan de los preparativos y de todos los eventos como si siguieran siendo niños. Es envidiable, pero yo creo que no soy de esa clase de personas... o quizá sí...
Siempre que sale el tema de la Navidad digo que no me gustan esas fiestas. En los últimos años he repetido hasta la saciedad que si pudiera me echaría a dormir el día de la lotería (sobre todo porque nunca me toca ni la devolución) y despertaría el día 5 de enero. Ese día sí, porque Reyes siempre ha sido un día mágico en mi familia y esa tradición la mantenemos fielmente a la vez que cumplimos años: cenamos roscón con chocolate y cuando nos vamos a la cama si tardamos un poco en quedarnos dormidos y aguzamos el oído llegamos a escuchar a los Reyes Magos que, sigilosos, colocan los regalos en el árbol. Siempre ha sido y será una noche mágica.
Este pasado 2017 determinadas circunstancias en mi vida familiar y sentimental presagiaban que iban a ser unas Fiestas de mierda, si me permitís la expresión. Cuando el verano pasado pensaba en la próxima Navidad que se avecinaba me entraba tristeza y angustia. "Con lo poco que me gustan cuando todo está bien, qué mal lo voy a pasar este año", pensaba. Y como el tiempo no se detiene nunca, ni en los buenos ni en los malos momentos, llegó diciembre. Y me vi inmersa una vez más en un montón de trabajo y sin darme cuenta me vi contagiada por el espíritu navideño que los intereses comerciales nos meten con embudo a través de la publicidad. Y no sé por qué razón empecé a comprar adornos y a decorar la casa con ilusión. Y cuando me quise dar cuenta había comprado regalos para todos aquellos que me habían hecho sentir bien durante el año y entonces fui consciente de que había llegado esa temida fecha y, lejos de sentirme triste o deprimida, estaba contenta y lo estaba disfrutando. Ironías de la vida. A veces cuando más esperas de algo más te decepciona, ¿verdad? Pues esta vez ha sucedido justo lo contrario.
En consecuencia, creo que no volveré a decir que no me gusta la Navidad. Y a modo de broma añadiré que eso tiene mucho mérito cuando trabajas en un centro comercial.
Ahora en serio, con esto he aprendido a no dar nada por sentado. Vivamos y... que pase lo que tenga que pasar. Ojalá siempre pueda disfrutar hasta de lo que "no me gusta".

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