sábado, 24 de octubre de 2015

LA LEYENDA DE NÁYADE

Últimamente tengo menos tiempo libre y es por ello que llevo más de un mes sin publicar ninguna entrada. Sin embargo, llevo días pensando en compartir una leyenda que escribí hace ya unos años para el número de Sede que se dedicó a la mitología. Yo me decanté por la mitología cántabra y así surgió Náyade, una anjana que habitó nuestros bosques hace muchos, muchos años...

Esta historia en su origen no se escribió para niños, sino para adultos. Sin embargo, al poco tiempo de publicarse en Sede y coincidiendo con la celebración del Día del Libro, me llamaron de un colegio para invitarme a leérsela a los alumnos. Acepté encantada y fue sin duda una de las experiencias más gratificantes de mi vida. Espero que os guste.

Sonó la sirena que indicaba el final de las clases. Al instante, un torrente de niños corriendo con sus mochilas a la espalda empezó a invadir el patio del colegio, mezclándose con los padres, hermanos mayores, tíos y abuelos que les esperaban para acompañarlos de vuelta a casa. Un griterío caótico de saludos, despedidas y carcajadas hizo sonreír a la abuela que ya veía a Anjana dirigirse hacia ella, saludándole a lo lejos agitando las manos y mostrándole algo que traía en ellas, seguramente algún mural o dibujo representativo del otoño, estación que acababa de comenzar.

La niña saludó efusivamente a su abuela con un fuerte abrazo al llegar hasta ella y comenzó, como cada tarde, su relato detallado de todo lo que habían hecho ese día en el colegio. La mujer, riendo, le recomendó por enésima vez que le hablase más despacio, sin atropellarse y en voz un poquito más baja. Pero Anjana, con el entusiasmo y la energía de sus siete añitos, era incapaz de contener la emoción.

“¡Mira, abuela! Hemos hecho un mural del otoño y la profesora nos ha dicho que este fin de semana tenemos que ir al bosque y pegar en él hojas secas y castañas… y nos ha contado que sobre los bosques de Cantabria hay leyendas que hablan de hadas y duendes y… ¿sabes qué, abuela? Me ha dicho que YO tengo un nombre de hada, ¡¡un nombre de hada de Cantabria, abuela!! ¿Tú crees que si me concentro mucho mucho tendré poderes como las hadas de los cuentos? Abuela… ¿tú sabías que las hadas también se llamaban Anjana, como yo?”

Cuando al fin la pequeña hizo una pausa, la mujer le aseguró que ella misma le acompañaría al día siguiente al bosque y que le llevaría a un lugar especial donde, aparte de ayudarle a buscar los frutos del otoño que necesitaba para su mural, le contaría un bonito cuento sobre hadas y duendes y le enseñaría un secreto que conocían muy pocas personas.
“Tú ya eres mayor, Anjana, y a ti te lo puedo contar. Pero debemos ir pronto, en la madrugada, que es el único momento del día en que puede verse ese secreto”.
La niña le escuchaba muy seria, con los ojos abiertos de par en par y las mejillas enrojecidas de excitación.
Esa noche le costó conciliar el sueño y cuando al fin cayó rendida de cansancio, soñó durante horas con hadas que hacían magia y se llamaban como ella y con duendes que hacían desaparecer a las brujas malas del bosque.

Al alba le despertó su abuela para cumplir con lo que le había prometido. Anjana, que normalmente era dormilona y perezosa para levantarse de la cama, ese día no protestó lo más mínimo por el madrugón, a pesar de que aún no eran ni las seis de la mañana. Desayunaron juntas mientras la niña no dejaba de hacer preguntas a su abuela sobre las hadas que habitaban los bosques de Cantabria. Le había causado una gran sensación el enterarse de que su nombre era el de un hada, precisamente. Y su abuela le aclaró que, aunque las anjanas son hadas, no todas tienen ese nombre propio. Y de camino hacia el bosque, la mujer empezó a contarle la leyenda de Náyade, que era una de esas anjanas que había vivido en ese bosque hacía algunos años.
  







Empezó explicándole que las anjanas son las hadas buenas que habitan el bosque y cuya principal finalidad es ayudar a las personas que se pierden en él. Son pequeñas, apenas miden medio metro, y de piel muy blanca, con largos cabellos rubios que llevan recogidos en trenzas. Tienen unas pequeñas alas casi transparentes y van vestidas con una túnica blanca con reflejos brillantes. Siempre llevan una vara de mimbre verde con una estrella en la punta y una botella con una bebida que cura a los enfermos. Son capaces de transformarse en lo que quieran e incluso hacerse invisibles. Tienen la capacidad de ayudar a las buenas gentes pero también de castigar a quien comete maldades. Sus poderes son muy numerosos, pero ellas también pueden ser castigadas. Sobre todo si se enamoran de un humano, algo que tienen terminantemente prohibido.

Náyade era una anjana un tanto peculiar. Era bondadosa, como todas las anjanas, pero también era coqueta, traviesa y juguetona. A pesar de las enseñanzas de las maestras anjanas que insistían en que el poder de cambiar de forma solo debía utilizarse en ocasiones excepcionales, a Náyade le encantaba transformarse en humana para entablar conversación con los que encontraba por el bosque. Lo había hecho desde pequeña, para jugar con niños y niñas que iban los domingos en familia a pasar el día al aire libre y lo seguía haciendo de mayor, transformándose en una mujer y así tener la posibilidad de hablar libremente con cualquier humano que se encontraba.  

Un día, paseando sola por el bosque, escuchó unos sonidos de pisadas. Precavida, se escondió entre las ramas de los árboles por si se trataba del peligroso ojáncano, el ogro más temido de aquellos parajes y que destruía todo cuanto se encontraba a su paso. Aliviada, comprobó que solo se trataba de un joven que caminaba cojeando y mirando despistado a su alrededor. Una vez más, Náyade utilizó su magia para transformarse en una muchacha y poder entablar conversación con él, quien pareció aliviarse al encontrar a alguien por allí. Le explicó que había salido a recoger setas pero se había caído y lastimado un tobillo y además se encontraba desorientado y no sabía regresar a su casa. Ella le hizo sentarse en el suelo y, con gran facilidad y empleando solo unas plantas que recogió por allí cerca, le redujo la inflamación del tobillo aliviándole al momento. Después, espontáneamente, iniciaron una conversación muy fluida. Él le contó que vivía con sus padres, trabajaba de carpintero y le gustaba mucho recoger setas, castañas, nueces y otros frutos, por lo que solía salir a menudo por aquel bosque, aunque nunca se había alejado tanto de su casa. Ella improvisó una historia, siguiendo el juego que hacía otras veces, para hacerse pasar por una joven enamorada de la naturaleza a quien le gustaba pasear al aire libre. Para justificar su conocimiento sobre las propiedades curativas de las plantas, inventó que era nieta de una curandera que le había enseñado muchos remedios naturales. Cuando se dieron cuenta, ya empezaba a anochecer. Se habían sentido tan a gusto con la charla que se les pasó la tarde volando y Náyade pensó que sus compañeras las anjanas estarían preocupadas con su tardanza, así que se disculpó con él no sin antes indicarle el camino de regreso a su casa.
  
Náyade, como todas las anjanas, vivía en una gruta bajo un manantial y de regreso a su casa iba pensando con pesar que seguramente no volvería a ver a aquel joven tan agradable y en cuya compañía se había sentido tan bien que en ningún momento le había parecido un desconocido. Al contrario, sentía como si le conociese desde hace mucho tiempo. Era una sensación extraña, dulce, que ella no había tenido antes con ninguno de los humanos que había conocido.

Sin embargo, el hada se equivocaba. La tarde siguiente, mientras recogía unas plantas para preparar sus brebajes curativos, volvió a encontrárselo en el bosque. Náyade, de nuevo transformada en una joven muchacha, volvió a pasar la tarde en compañía del chico. De nuevo hablaron de mil temas diferentes, sentados entre los árboles y de nuevo se les pasó el tiempo volando. El muchacho dijo llamarse Pedro y, Náyade, temerosa de despertar en él sospechas ante un nombre propio de un hada, cambió el suyo por uno más común: María.

A partir de entonces, cada tarde, Pedro y Náyade se buscaban en el bosque. Se hicieron amigos, se contaban sus cosas y sentían cada vez más afinidad el uno por el otro. Poco a poco, casi sin darse cuenta, su amistad se fue transformando en algo más intenso. Pedro estaba feliz de expresar sus sentimientos a quien él conocía como María, pero Náyade sentía una gran preocupación. Se estaba enamorando de un humano y era consciente de que no le estaba permitido, pero, además, se sentía mal por él. Sus pequeñas mentiras iniciales se fueron haciendo más y más grandes a medida que la relación avanzaba y era incapaz de confesarle al joven toda la verdad. Se había metido en un embrollo del que no sabía cómo iba a salir. Su cabeza le decía que debía alejarse de él inmediatamente, pero su corazón se negaba a obedecerla. Y así pasaban los días, con encuentros clandestinos, besos robados y sintiendo cada vez más amor y pasión el uno por el otro.

A medida que fue conociendo a Pedro y se fue dando cuenta de los valores que él tenía como persona, Náyade se iba sintiendo peor. Se sentía una especie de estafadora, una mentirosa que había hecho lo peor que puede hacer un hada: utilizar sus poderes en beneficio propio y encima estaba engañando gravemente a alguien a quien quería con todo su corazón. Por otro lado, estaba cada vez más preocupada por si las anjanas supremas llegaban a conocer la relación que había entre ellos, puesto que en ese caso serían los dos castigados con una maldición que les impediría ser felices por toda la eternidad. Así, armándose de valor un día, decidió cortar la relación con Pedro confiando en que él la olvidaría con el tiempo y lograría ser feliz junto a una humana.

Para justificarse, se inventó una mentira más. Le dijo que su familia había decidido trasladarse muy lejos y que no podrían volver a verse jamás. El joven, desconcertado, no entendía por qué María lo apartaba así de su vida y, tras insistir un buen rato en el amor que se sentían, se dio por vencido al comprobar la firmeza de la decisión de la chica.

Náyade se alejó llorando. Nunca en su vida se había sentido tan infeliz, pero sabía o al menos creía que había tomado la decisión correcta. El tiempo les haría olvidar, puesto que su relación era imposible. Los días siguientes la anjana no fue a su lugar de encuentro y trató de estar ocupada en mil cosas para no sentirse tan vacía. Así fue pasando el tiempo, pero sentía que era incapaz de olvidarle. Náyade sabía que Pedro siempre iba a estar en su corazón, puesto que con su manera de ser se había hecho un hueco muy adentro del que nada ni nadie le sacaría jamás. Aprendió a vivir de sus recuerdos y así fueron pasando los meses.
  
 Un día, buscando plantas medicinales, la nostalgia le hizo volver al lugar donde lo conoció. Para su sorpresa, Pedro estaba ahí también, recogiendo frambuesas. Náyade lo vigiló escondida entre las ramas de los árboles sintiendo como el corazón le latía intensamente. Su primera reacción había sido abalanzarse sobre él y abrazarlo. ¡Lo necesitaba tanto…! Pero se contuvo y ni siquiera se transformó en humana. Se conformó con observarlo en la distancia hasta que él se alejó lentamente. Cuando al día siguiente ella volvió a aquel lugar, algo le decía que él estaría allí de nuevo. No se equivocaba. Comprobó día a día que él jamás faltaba a la cita. Era como si esperase encontrarse allí de nuevo con ella. Náyade comprendió que Pedro tampoco había logrado olvidarse de ella. Por un lado deseaba con toda su alma volver con él, pero temía más las posibles consecuencias. Sentía temor de las represalias que tendrían si llegaba a saberse su relación, pero tenía más miedo aún de contarle a Pedro toda la verdad a esas alturas, pasado ya tanto tiempo. Temía que él la odiase al pensar que solo se había burlado de él. Empezó a ir a diario y a observarlo de lejos con su apariencia de anjana, pero el verlo así, sin tener contacto con él le hacía más y más daño. Náyade no sabía qué hacer. Era la primera vez en su vida que renegaba de sus poderes y de su esencia como anjana. Si hubiese sido humana, las cosas hubiesen sido tan sencillas…

Un día, mientras lo espiaba tras unas ramas, vio como un lobo aparecía de repente atacando a Pedro. Sin dudar un segundo, Náyade salió de su escondite y con un hechizo paralizó al lobo y lo hizo desaparecer. Se quedó frente a frente con Pedro quien la miraba maravillado entre el susto y el desconcierto. Sus piernas temblaban y no lo sostenían. Se sentó, respirando agitado y dándole las gracias. Ella, que estaba tan nerviosa como él, deseaba besarlo, tranquilizarlo, pero sabía que ahora era una completa desconocida para el muchacho. Así que se limitó a sentarse a su lado, en silencio. Pasado el susto, comenzaron a hablar y el joven le confesó que había escuchado mil historias sobre anjanas en aquellos bosques pero que era la primera vez que se encontraba con una. Entonces Náyade no pudo contenerse más. Rompió a llorar y entre hipos le reveló que ella era María y le contó toda la verdad: lo que sentía por él, la maldición que pesaba sobre las anjanas si se enamoraban y el temor que le había hecho alejarse de él. Pedro escuchó en silencio toda la explicación de Náyade. Se sentía defraudado, engañado, burlado… pero no le recriminó nada. Su gran corazón y el amor que aún sentía por ella le impedía hacerlo. Se levantó lentamente y sin mediar palabra se alejó de allí en dirección a su casa.

Esa noche, Náyade apenas pudo conciliar el sueño. Necesitaba que Pedro le perdonase todo el mal que le había hecho. Ahora ya entendía que su lugar estaba junto a él y que estaba dispuesta a enfrentarse a cualquier maldición que pudiera caer sobre ellos, pero temía que él no quisiera ya saber más de ella y no sabía cómo hacer para volver a llegar a su corazón. Al día siguiente, volvió al mismo lugar. A su rincón secreto, donde habían pasado tantas horas amándose en el pasado. Pero Pedro no estaba. Derrotada, Náyade se dejó caer en el suelo, pensando que jamás volvería a verlo. Pasó unas horas entre recuerdos que le hacían llorar, sintiéndose más desgraciada que nunca y pensando que en el fondo se lo tenía bien merecido, por haber hecho las cosas tan mal desde el principio. Cuando se levantó y se disponía a marcharse, escuchó unos ruidos entre la maleza y al mirar en esa dirección vio cómo Pedro se dirigía hacia ella.
    
El joven había sabido comprender al hada y a pesar de que en un primer momento había pensado en alejarse de ella para siempre, al final se había dado cuenta de que el amor que había entre ellos era superior a todo el mal que tantas mentiras habían producido en su corazón. Deseaba estar con ella para siempre y también él estaba dispuesto a enfrentarse a cualquier mal que pudiera acecharles. Entonces le contó que había pasado la noche anterior buscando una solución a sus problemas y creía haberla encontrado. Así, tomando a Náyade de la mano, le preguntó si estaría dispuesta a renunciar a todo e irse con él para siempre.
La anjana no tenía dudas. Quería estar junto a él más que nada en el mundo y así se lo hizo saber. Pedro le explicó que había invocado al poder de las hadas supremas y ellas, tras escuchar la emotiva historia de los dos jóvenes, habían decidido ayudarles. Quizá había una manera de estar juntos y evitar que cayese sobre ellos la maldición y era acudiendo la primera noche de luna llena a la Gruta del Oro, bajo el Manantial Transparente, y en el instante en que el primer rayo de luna cayera sobre las rocas del manantial, Náyade debería posar bajo él su varita y renunciar a su esencia como anjana para siempre. Perdería todos sus poderes y pasaría a ser una humana como Pedro. Jamás volvería a ver a sus compañeras, ni su hogar, y deberían irse del bosque, lo más lejos posible, confiando en haber dejado atrás la maldición y sin tener jamás la certeza de haberlo logrado.
Así lo hicieron la primera noche de luna llena. Náyade se convirtió en María para no volver jamás a ser una anjana y junto con Pedro desapareció del bosque para siempre.

Nadie sabe qué fue de ellos, si lograron librarse de la maldición o, por el contrario, ésta les persiguió y les hizo infelices, pero cuenta la leyenda que durante las madrugadas otoñales a veces puede verse la varita cristalizada de Náyade en el fondo del manantial, custodiando todos los poderes que ésta le confería y que solo podrían ser transmitidos a un descendiente directo de Pedro y Náyade.


Anjana y su abuela habían llegado al final de su recorrido por el bosque, al lugar donde se encontraba el secreto que la mujer quería mostrar a la niña. Ésta, por su parte, había escuchado con la máxima atención y sin interrumpir ni un momento toda la historia que le había ido relatando su abuela, quien ahora le señalaba con solemnidad el punto exacto del manantial donde según la leyenda podía verse la varita.

La niña se acercó al borde del agua y estiró su manita para rozar la superficie del mismo con la punta de los dedos y en ese instante, el fondo se iluminó dejando ver claramente la varita cristalizada que empezó a desprender destellos que parecían dirigirse directamente hacia la superficie, a los dedos de la pequeña.
Ambas, abuela y nieta, miraban maravilladas el hermoso espectáculo que el manantial les estaba brindando. La primera, sabedora de que se estaba produciendo un momento histórico en el bosque, algo esperado durante años. Lágrimas de emoción, de nostalgia y de recuerdos se agolpaban en sus ojos. Por su parte, la niña, en cuyo interior habrían de acumularse en adelante los grandes poderes a los que en su día renunció su abuela por amor, miró a María y entonces supo que Náyade y Pedro habían logrado esquivar la maldición, estar juntos, formar una familia y ser felices para siempre.