Hoy me gustaría hablaros de una novela diferente. Diferente por su contenido, por su estilo breve y conciso y, sobre todo, por las sensaciones que transmite su lectura. "Seda" es una novela corta, apenas 90 páginas, que se lee de un tirón y te hace suspirar de melancolía y nostalgia. Recuerda más bien a una fábula y su título es idóneo puesto que de principio a fin te hace sentir envuelto en algo etéreo, volátil, como la seda. Maravillosa su combinación de sutileza, erotismo y misterio oriental.
Seda es una historia de amor poco convencional. Habla de la nostalgia que puede sentirse cuando se añora algo que nunca ha tenido lugar, que sin duda es la peor nostalgia. Habla también de otras maneras de demostrar el amor, de un modo altruista, puesto que el verdadero amor siempre es generoso.
No quiero desvelar nada de la trama, solo os animo a leerlo en uno de estos días ociosos de verano. Un día de playa, de relax, cómodamente en la tumbona bajo la sombrilla. Os va a sorprender como a mí. A modo de "pequeño empujón" os dejo las primeras líneas:
" Aunque su padre había imaginado para él un brillante porvenir en el ejército, Hervé Joncour había acabado ganándose la vida con una insólita ocupación, tan amable que, por singular ironía, traslucía un vago aire femenino.
Para vivir, Hervé Joncour compraba y venía gusanos de seda. "
jueves, 30 de julio de 2015
miércoles, 29 de julio de 2015
EL REFLEJO
Hace tres o cuatro años, mientras recordaba un día mis conversaciones con el espejo cuando era niña, se me ocurrió una historia un tanto escalofriante sobre alguien que hacía lo mismo que yo, aunque de un modo bastante menos inocente y con unas consecuencias que... ¡bueno, mejor os lo narro desde el principio! Se titula "El reflejo" y me encantaría compartirlo con quien quiera leerlo. Espero que os guste.
Las cosas que hacemos a diario o con
cierta frecuencia llegan a ser tan cotidianas que no les prestamos demasiada
atención. Muchas acciones diarias las hacemos mecánicamente, sin pensar, hasta
tal punto que después nos preguntamos de camino al trabajo si habremos cerrado
bien la puerta de casa, por ejemplo, o si apagamos la olla y la retiramos antes
de salir.
Rogelio Barracas tenía una costumbre
desde que era niño. Se miraba al espejo y hablaba con su reflejo. Lo hacía a
diario, varias veces y de un modo tan natural que a menudo no se percataba de
que estaba hablando solo en voz alta, con el consiguiente riesgo de que le
sorprendiesen y le tomasen por loco o, cuando menos, por un tipo raro.
Pero Rogelio no era un tipo raro y
mucho menos un loco. Era un joven despistado, inteligente e introvertido a
partes iguales. Recién doctorado en Derecho “cum laude” por la Universidad de
Salamanca había obtenido un importante puesto laboral en uno de los mejores
bufetes de Madrid. Llevaba tres años desempeñando su trabajo como abogado y
estaba cada vez más implicado con la empresa, hasta el punto de que sus jefes
se estaban planteando ofrecerle entrar a formar parte de la sociedad. Sabían
que era uno de los mejores abogados de Madrid y que como tal le llovían las
ofertas y no querían perderle.
Los días para Rogelio transcurrían
rápidamente, de casa al despacho y del despacho a casa. Cada vez trabajaba más
horas, cada vez disponía de menos tiempo libre, pero él no lo echaba de menos. En los tres años que llevaba viviendo en
Madrid no había hecho ninguna amistad, por lo que nunca salía de marcha. Sus
compañeros de trabajo comentaban a menudo que resultaba paradójico que alguien
tan introvertido hubiese elegido una profesión tan “social”, en el sentido de
que precisaba de las relaciones con tanta y tan variada gente. Y más
sorprendente aún era lo extremadamente bueno que resultaba ser en su
trabajo. Cada vez ganaba más dinero,
aunque también cada vez tenía menos tiempo para disfrutarlo. En realidad a Rogelio no le importaba
demasiado el dinero. Estaba soltero, no tenía hermanos y sus padres habían
fallecido en un trágico accidente de coche cuando él tenía cuatro años. A
partir de entonces se había criado con sus abuelos maternos en Salamanca, la
ciudad natal de su madre. Hacía dos años que su abuela se había quedado viuda y
desde entonces vivía con su hija Cristina, hermana gemela de la fallecida madre
de Rogelio, y con el marido de ésta, Germán. Rogelio acudía a visitarles en
vacaciones y también los fines de semana en que no tenía excesivo trabajo y se
permitía descansar, que eran bastante pocos.
Si le preguntasen desde cuándo tenía
la costumbre de hablar con su reflejo en los espejos, él sería incapaz de
responder. No recordaba de qué manera empezó ese extraño hábito. Seguramente un
profesional de la mente humana le hubiera buscado una explicación basada en el
trauma que pudo suponer para él la muerte de sus padres a una edad tan
temprana. Probablemente lo achacaría a que se quedó solo y necesitaba una
compañía, un hermano, alguien con quien compartir sus pensamientos. Quizá fuese
eso, pero Rogelio no quería buscarle una explicación. Él se sentía bien cuando
le contaba sus preocupaciones o sus ilusiones a alguien que siempre le
escuchaba y le entendía y además…
Además
Rogelio tenía un secreto.
Siempre que hablaba con su reflejo del
espejo, tenía la certeza de que no hablaba consigo mismo, sino con alguien que
tenía vida propia. Rogelio había descubierto hacía mucho tiempo que su imagen
ejercía una fuerte influencia sobre él. Le escuchaba, pero también le
aconsejaba e incluso le rebatía, haciéndole cambiar de opinión en numerosas
ocasiones. Muchas veces, cuando tenía que elegir entre varias opciones,
terminaba eligiendo una que en principio descartaba. Le había sucedido siempre
y se había acostumbrado a vivir de esa manera. Era como si alguien decidiese
por él en cada momento. Tenía la extraña sensación de que alguien más vivía su
vida por él mismo, o de ser una simple marioneta cuyos hilos movía alguien con
más personalidad. Tenía la percepción de ser un simple cuerpo del que se había
apoderado un alma ajena a él mismo.
Pero había más. Al principio, cuando
era niño, cuando todo empezó, solo hablaba consigo mismo frente al espejo,
viendo su imagen reflejada. Pero a medida que había ido creciendo, sentía que
su “otro yo” le hablaba en todo momento, no solo cuando estaba frente a un
espejo. Le dirigía en cada paso que daba, apoderándose cada vez más de su vida,
hasta el punto de ser imprescindible en la misma.
Recordaba con claridad el
acontecimiento que le cambió la vida. Fue durante su época de estudiante. Aquel
día en que se quedó en blanco en mitad de un examen en bachillerato. No había
tenido tiempo de estudiarse todo el temario de la asignatura y había optado por
preparar bien la mitad, jugándoselo todo a una carta. El examen constaría de
dos preguntas que tendría que desarrollar. Pensó que si le caían de la parte
que había estudiado, obtendría una calificación alta. Pero la suerte no estuvo
con él ese día y las dos preguntas que le pusieron eran de la parte que no
había tocado. Pensó, resignado, que tendría que volver en septiembre a
recuperar la asignatura. Ya estaba firmando el examen para entregarlo en blanco
y marcharse cuando, de repente, sintió como si alguien le dictase párrafo a
párrafo todo el desarrollo de las preguntas. Perplejo, empezó a escribir todo
lo que le venía a la cabeza. Obtuvo la mejor nota de la clase, entregando un
examen que rozaba la perfección.
A partir de ese momento, Rogelio
empezó a aprovecharse de ese don que parecía haberle sido concedido. Comprobó
que no necesitaba esforzarse lo más mínimo para sacar excelentes calificaciones
en todas las asignaturas. Y empezó a aplicar esa habilidad en todos los
aspectos de su vida. Siempre que dudaba, había “algo” que le indicaba el camino
a seguir, la opción a escoger que, casualmente, siempre era la más acertada. Al
principio, disfrutaba de sus éxitos académicos y profesionales. Se acostumbró
fácilmente a vivir de una manera tan cómoda en la que siempre tenía la certeza
de que tomase la decisión que tomase, iba a acertar. Era como jugar a las cartas
con ventaja, sabiendo dónde estaban los
cuatro ases y pudiendo elegirlos en cada partida. Hablaba y reía con su reflejo
en el espejo, su mejor aliado, comentando cada detalle de los casos en que
salía victorioso, aumentando su autoestima y la que de él tenían los demás.
Pero a medida que fue pasando el tiempo,
empezó a sentirse cada vez más dominado por ese ser que le hacía triunfar de
una manera tan fácil. No podía evitar preguntarse cómo sería su vida si no
hubiese tenido esa habilidad, ese don que no sabía cómo denominarlo.
Por supuesto, Rogelio no había
comentado nunca con nadie la existencia de su “otro yo”. Suponía que lo
tomarían por un desequilibrado si hablaba de ello e incluso él mismo había
llegado a pensar en ocasiones si su mente correspondía a la de una persona
sana. A veces, cada vez con más frecuencia, Rogelio anhelaba ser una persona normal,
alguien que interactuase con los demás
para algo más que para asuntos de trabajo. Un chico joven que se juntase con
sus amigos para ver el partido de fútbol de su equipo favorito, por ejemplo. O
que no le temblase la voz y le sudasen las manos cada vez que veía a una chica
guapa e intentaba entablar conversación con ella. Alguien que se relacionase
con alguien más que con una imagen de un espejo. Pero en el ámbito privado de
su vida era en el único que Rogelio actuaba por sí mismo. Su aliado, su amigo, su
imagen, ése que le había hecho triunfador en la vida, le abandonaba siempre a
su suerte cuando trataba de relacionarse con los demás. Y no sabía qué hacer
cuando era él mismo. Se sentía extraño, torpe, inseguro, absurdo… Y siempre
terminaba acudiendo a su casa, a su refugio, a su espejo.
Además estaban los sueños. Un asunto
que le preocupaba cada día más. Hacía ya algún tiempo que no descansaba bien,
porque tenía unas pesadillas que se repetían de forma insistente, noche tras
noche.
Estaba en un aeropuerto, facturando el
equipaje antes de embarcar hacia no sabía dónde, pero se trataba algún viaje
por motivos de trabajo. Rellenaba los impresos que le facilitaban en el
mostrador para adherir a su maleta. Tras él había una cola interminable de
pasajeros esperando para hacer lo mismo. En el momento en que entregaba todos
los papeles y el DNI, el empleado de facturación le decía que había un error,
al no coincidir el nombre escrito por él con el que figuraba en el carné de
identidad. Rogelio, extrañado, volvía a leer ambas cosas comprobando que su DNI
estaba a nombre de Gerardo Barracas Escobar. La foto era suya, sin duda, así
como los dos apellidos y la fecha de nacimiento. Transcurría el tiempo,
mientras Rogelio trataba de entender qué sucedía y discutía con el empleado. El
resto de pasajeros se impacientaban, recriminándole que no terminase de hacer
las gestiones. El se ponía cada vez más nervioso, sintiendo impotencia ante una
situación tan absurda. ¡El sabía perfectamente que se llamaba Rogelio, no
Gerardo! “Vamos a perder el avión”, insistían los demás, que esperaban para
facturar su equipaje. El hombre sudaba, nervioso. Los empleados de facturación
trataban de explicarle que su tarjeta de embarque no coincidía con el nombre
que figuraba en su DNI, por lo que tampoco iba a poder subir al avión. “Pero es
imprescindible que tome ese avión… “, insistía Rogelio, tartamudeando como
siempre que se ponía nervioso. La situación se ponía tan tensa que parecía que
le iba a estallar la cabeza, cuando, de repente, miraba hacia atrás en la cola
y veía que uno de los pasajeros se acercaba lentamente hacia él. Su cara le
resultaba conocida, muy familiar… pero hasta que no estaba a un metro de él no
reparaba en que tenía su mismo rostro. Se había repetido tantas veces ese sueño
que, llegado a este punto, Rogelio adivinaba lo que le iba a decir a
continuación antes de que el otro abriese la boca para hablar:
“De
los dos, yo era el más fuerte. No es justo que la oportunidad fuese para ti”.
Entonces, el doble de Rogelio tomaba
toda la documentación, facturaba el equipaje y se alejaba con paso firme hacia
la zona de embarque.
Siempre se despertaba en ese punto,
sudando y con la respiración agitada. Su corazón latía a toda velocidad
mientras trataba de tranquilizarse, levantándose a beber un vaso de agua. ¿Cuántas
veces había soñado lo mismo? ¿Mil? ¿Dos mil? ¿Diez mil veces? Y… ¿por qué nunca
variaba lo más mínimo? ¿Por qué no conseguía avanzar en ese sueño, persiguiendo
a ese extraño para pedirle explicaciones? ¿Por qué se quedaba parado, incapaz
de reaccionar?
El
otro sueño surrealista se había repetido en menos ocasiones, y también era
menos angustioso. Era mucho más corto, apenas duraba unos segundos.
Se encuentra en una fiesta, rodeado de
gente desconocida. Curiosamente, esa circunstancia que en condiciones normales
le haría sentirse inseguro e incómodo, en absoluto es así en el sueño. Se está
divirtiendo, disfruta de la fiesta y habla con todo el mundo. En un momento
determinado, una chica muy atractiva se le acerca para preguntarle algo y se
presenta.
“Me llamo Lidia, encantada”. “Es
realmente guapa”, piensa él. Tiene un bonito cabello negro, largo y rizado.
Pero lo que más llama la atención de ella son sus ojos, verdes y tan expresivos
que no necesita hablar para comunicarse. En ese momento está sonriendo con
ellos. Una sonrisa que a él le parece irresistible. El sueño acababa aquí,
cuando él se presenta a su vez:
“Yo
soy Gerardo y el placer es todo mío. ¿Te apetece tomar algo o salir a dar una
vuelta?”.
En este punto despertaba siempre y, al
revés que en el otro, lo hacía con una buena sensación que cambiaba siempre en
el momento en que se percataba de que se había denominado a sí mismo como
“Gerardo”. Aquí pasaba a experimentar una sensación de decepción, como cuando sueñas
algo muy agradable y te despiertas para encontrarte con la realidad y piensas:
“qué lástima… solo era un sueño”. Pero… ¿por qué tenía que sentir esa
frustración? A Rogelio le incomodaba casi más este sueño que el anterior.
Dado el carácter de nuestro
protagonista, es bastante obvio que no le gustaba celebrar su cumpleaños, como
no le gustaba ser el centro de atención de ninguna fiesta o evento. Pero el día
que cumplía los 26 años, sus compañeros de trabajo habían decidido darle una
sorpresa. En realidad se habían enterado por casualidad, días antes, de la
fecha en cuestión y se habían puesto de acuerdo entre unos cuantos para
organizar una pequeña reunión en un local de copas cercano a las oficinas de la
compañía. Uno de ellos tenía la misión de llevarle allí con alguna excusa al
salir del trabajo. Rogelio no sospechó
nada raro y, aunque estaba cansado y tenía ganas de llegar a casa, no se pudo
negar a la petición de su compañero, que le aseguró que necesitaba hablar con
él de un asunto que le preocupaba.
Cuando llegaron al local, el resto ya
les estaba esperando. Empezaron a entonar el “cumpleaños feliz” ante la cara de
perplejidad del agasajado, que no sabía si reír o salir corriendo y, aunque su
primer impulso fue el de marcharse, se obligó a sí mismo a mantener la
compostura. Al fin y al cabo, ellos lo habían hecho con la mejor intención, así
que trataría de pasar un rato con ellos de la mejor manera posible. No quería
ser descortés. Ya buscaría después una excusa para no alargar demasiado esa
“fiesta”. Así que pidió una copa y trató de relajarse charlando un poco con los
demás. Les confesó que no había vuelto a celebrar su cumpleaños desde que era
un niño. Y pensó que, después de todo, era de agradecer el detalle que habían
tenido con él. No pudo evitar emocionarse un poco cuando le pidieron que
abriese su regalo, un precioso paquete envuelto en papel de regalo dorado.
Volvió a agradecerles a todos su gesto y les aseguró que le encantaba el
estuche de bolígrafo y pluma estilográfica que escondía el envoltorio.
Les invitó a todos a otra ronda, o a
otras dos… no sabía cuánto tiempo había pasado, pero empezó a sentirse muy bien
con aquel grupo de personas al que se habían incorporado algunos conocidos más.
En algún momento de la fiesta, Carlos, el que había servido de señuelo para
llevarle hasta allí, le dijo que le iba a presentar a una prima suya que
acababa de llegar a la ciudad para hacer un master. La chica en cuestión
acababa de entrar al local con otras dos compañeras de estudios. Carlos le hizo
un gesto para que se acercase a ellos y mientras se acercaba, Rogelio sintió un
extraño hormigueo en el estómago al tiempo en que la cara de la chica se iba
haciendo más nítida a medida que se acercaba. El pelo… moreno, largo y rizoso…
un cuerpo escultural…
La
voz de Carlos le venía de muy lejos: “Se llama Lidia”, como en el sueño…
Cuando la chica le sonrió mirándole con
aquellos ojazos verdes, que brillaban como dos estrellas y alargó la mano para
estrechársela, Rogelio sintió una náusea, que contuvo a duras penas y musitando
un torpe “perdón” salió disparado en dirección al cuarto de baño.
La siguiente náusea le sobrevino justo
a tiempo de abrir la tapa del inodoro y vomitar en su interior. Se sentía
fatal, tremendamente mareado. Un sudor frío le hacía estremecerse y tiritar. De
lejos escuchaba el murmullo de las voces de la gente que se divertía en la
barra del pub, pero en su interior se repetía una y otra vez la misma frase,
con un sonido metálico, como si estuviese dentro de un tubo:
“Me
llamo Lidia, encantada… “
Las paredes del cuarto de baño daban
vueltas a su alrededor y el espacio se hacía cada vez más pequeño,
aprisionándolo en su interior, provocándole una insoportable sensación de
claustrofobia. Notaba que le faltaba el aire. “Es una crisis de ansiedad”,
pensó, tratando de tranquilizarse.
“Respira, Rogelio, respira profundamente y muy
despacio, tranquilo, no pasa nada, estoy aquí”.
Se sintió mejor al escucharle a él. Se aflojó
los botones de la camisa, buscando ese oxígeno que le faltaba. Se acercó
tambaleándose al espejo, de donde provenía esa voz tan conocida y
tranquilizadora.
“Ven,
mírame, tranquilo, no pasa nada, acércate, ven…”
Ya estaba frente al espejo, sobre el
lavabo. Abrió el grifo y se refrescó la cara con agua fría. Levantó la mirada
hacia su reflejo. Con la visión borrosa, su imagen aparecía desencajada, un
rostro ojeroso, con una expresión de angustia y horror.
“Es la chica del sueño, ¿cómo es
posible?”- habló en voz alta, quizá elevando demasiado el tono de voz- “Tú lo
sabías, ¿verdad?... ¡no puedo más! ¿Qué me pasa? ¿Quién soy? ¿Quiénes somos?”
“Shhh… no grites, tranquilo… no pasa
nada, Rogelio, tranquilízate, yo te ayudaré, como siempre que lo has
necesitado. No te angusties, respira, tranquilo, tranquilo, ven, acércate más a
mí… yo te explicaré, acércate, Rogelio, acércate más, ven…”
Las palmas de las manos de Rogelio se
pegaron lentamente al espejo al mismo tiempo que lo hacían las de su reflejo,
uniéndose a las suyas propias. Sintió el tacto frío y duro del cristal, en un
principio, durante un instante, antes de percatarse de que lo que notaba ahora
ya no era cristal, sino piel. Otras manos cálidas y suaves le reconfortaban,
mientras que la voz de su otro yo le hablaba suavemente, meciéndole con dulzura
en cada palabra.
“Te sentirás mejor aquí, detrás,
conmigo. Ven, no tengas miedo, todo será muy sencillo, confía en mí como
siempre lo has hecho”.
Ahora era la frente de Rogelio la que
se pegaba a la frente del otro con el espejo de por medio. A medida que se
aproximaban, se iba sintiendo infinitamente mejor, más calmado, como el bebé
que llora desconsolado en su cuna y se tranquiliza al escuchar la voz de su
madre que le habla mientras le acaricia. Durante unos segundos se recreó en esa
sensación de paz mientras restregaba su rostro contra sí mismo en el espejo,
dejándose llevar por esas manos que suavemente lo atraían hacia el interior del
cristal…
“Un paso más, Rogelio, solo uno más y
estarás en paz. Ven, avanza, entra aquí conmigo”.
Si hubiese entrado alguien en ese
instante al cuarto de baño, hubiese sido testigo de la transformación de
Rogelio en su reflejo mientras entraba a través del cristal del espejo con la
mayor sensación de tranquilidad y paz que había experimentado en toda su vida.
EPÍLOGO
Casi veintisiete años antes, la madre
de Rogelio, embarazada de seis semanas, se hizo su primera ecografía. Ésta
reveló que la mujer tenía un embarazo gemelar. La noticia, que en un primer
momento fue una sorpresa, enseguida les llenó de ilusión, tanto a ella como a
su marido. Iba a ser su primer hijo y ahora les anunciaban que en vez de uno
iban a ser dos. Pues perfecto, mejor aún. Dos gemelos, o dos gemelas… ¡qué
preciosidad! Además ella misma era gemela de otra y sabía por experiencia
propia la maravillosa relación que puede forjarse entre dos hermanos gemelos. El
médico les recomendó no obstante que no se hicieran demasiadas ilusiones,
puesto que el embarazo estaba aún en una etapa muy temprana y en un porcentaje
bastante alto sucedía que uno de los embriones no llegaba a término. Les
explicó que hasta las doce semanas, aproximadamente, el riesgo de aborto de uno
de ellos o de los dos era bastante elevado. Por ese motivo decidieron no
contárselo ni siquiera a la familia hasta más adelante.
El tiempo les enseñó que habían tomado
la decisión correcta, puesto que la segunda ecografía, realizada cuatro semanas
después, solo revelaba la existencia de un feto. El especialista les explicó
que sucedía a menudo, que uno de los fetos, considerado el más fuerte, se nutría
de todo dejando a su hermano sin la posibilidad de subsistir.
La pareja se disgustó bastante, porque
aunque ya habían sido advertidos de que podía suceder, se habían hecho a la idea de tener gemelos e
incluso habían pensado los nombres, tanto si eran niños como si eran niñas. Se
llamarían Ana y Alicia, como las dos abuelas, o Rogelio y Gerardo si eran
niños, como los dos abuelos.
Pero ni los abuelos ni los tíos ni
nadie llegó a saber nunca que Gerardo se había quedado en el camino, por ser el
feto que la ciencia denomina “el más débil” en un embarazo gemelar.
Por eso, cuando Gerardo salió del
espejo para hacer a la inversa el camino que antes había hecho su hermano
Rogelio y acercarse a la barra del bar a tomar una copa con sus compañeros, se
sintió orgulloso de sí mismo y desechó enseguida ese leve sentimiento de
culpabilidad por haber decidido robarle la vida a su hermano gemelo.
“De los dos, yo era el más fuerte. Al
menos mentalmente, lo era. No es justo que la oportunidad fuese para ti.
Además, ya viviste 26 años, Rogelio. Ahora me tocaba a mí. Me lo debías.”
Gerardo se excusó con Carlos y Lidia,
que lo esperaban algo preocupados en la barra, donde los había dejado Rogelio
minutos antes.
“Esto me pasa por no salir a
menudo”-dijo sonriendo- “dos copas de más y ya estoy k.o. “
“Bueno…
tendrás que empezar a salir más, ¿no crees?”- dijo Lidia con su irresistible
sonrisa.
“Estoy totalmente de acuerdo contigo…
¿qué tal si empezamos ahora mismo?”
lunes, 27 de julio de 2015
Dicen que el hablar solo es el primer síntoma de demencia. Todos sabemos que eso no es cierto, pero siempre se bromea diciendo esa frase cuando sorprendemos a alguien en semejante trance. Lo cierto es que todos o casi todos lo hemos hecho en alguna ocasión. Yo lo hago desde que tengo uso de razón, la mayoría de las veces en silencio, solo con el pensamiento. Pero también en muchas ocasiones debato en voz alta conmigo misma, sin darme cuenta, provocando la risa y los comentarios señalados al principio de quienes tengo a mi alrededor. Sobre todo mi hija, a quien le hace mucha gracia escucharme desde otra habitación y riéndose en voz alta me saca de mi ensoñación diciendo: "Mamá, ¿ya estás otra vez hablando sola?"
No sé cuales pueden ser las razones que nos llevan a eso, a hablar con nosotros mismos. En mi caso particular pienso que puede deberse a que soy un persona introvertida y bastante indecisa que necesita consultar siempre cualquier decisión que vaya a tomar. Le doy mil vueltas a todo, pienso mucho antes de dar cualquier paso y cuando no tengo a nadie cerca a quien pueda recurrir, pues me pregunto a mí misma. O a mi "otro yo", como he dado en llamarlo. Y es que a mí me parece que las personas tenemos dos vertientes bien distintas en nuestro carácter. Es como cuando en los dibujos animados se representan nuestras dos conciencias, el ángel y el demonio. El primero nos indica lo que debemos hacer, lo que es éticamente correcto y el otro nos tienta a veces con actuaciones no del todo recomendables o que pueden resultarnos perjudiciales en caso de llevarlas a cabo. Al menos, a mí me ha pasado en ocasiones, por lo que intuyo que es algo que le sucede a más gente. Bien es cierto que mi signo zodiacal es géminis, pero nunca he creído en la influencia de los horóscopos en la vida de las personas y no voy a empezar a creer ahora. Más bien pienso que forma parte de la manera de ser de cada uno, independientemente de su signo. No todos los géminis son iguales, como tampoco todos los leo o acuario piensan o actúan de la misma manera.
Comentaba al principio que la costumbre de preguntarme las cosas y consultarme a mí misma (en definitiva, hablar sola) la tengo desde siempre, desde que tengo recuerdos cuando era una niña. Y no se me ha olvidado que me encantaba jugar a que tenía una hermana gemela, que era mi reflejo en el espejo. Seguramente así empecé a hablar sola, haciéndolo con mi hermana idéntica. Juegos de niños. Lo que no recuerdo es si llegué a asignarle un nombre a mi "hermana". Imagino que sí aunque no logro acordarme. Es curioso lo claramente que recuerdo algunas cosas de entonces, como mi primer día de colegio (yo tenía cuatro años) o la manera en que expresaba mis sentimientos e inquietudes a ese reflejo en el espejo que era mi gemela y sin embargo no puedo recordar el nombre de esa persona imaginaria tan importante para mí.
A día de hoy, cuando hablo sola no lo hago frente al espejo ni le hablo a mi hermana gemela. Pero hablo sola, me consulto y me aconsejo. Me hace sentir bien, me relaja y me tranquiliza en muchas situaciones cuando algo me preocupa y me gusta recrearme hablando de aquello que me ilusiona. Pensando en ello se me ha ocurrido la idea de plasmar en un blog todo eso que le cuento a mi espejo. Y como dos de mis mayores aficiones son leer y escribir, es una bonita manera de hablar sobre aquellos libros que me han gustado especialmente, no solo con mi reflejo, sino con todos aquellos que quieran leerme y compartir experiencias conmigo.
Bienvenidos al otro lado de mi espejo.
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