domingo, 27 de diciembre de 2015

LA DEVOCIÓN DEL SOSPECHOSO X

¿Puede una novela sobre un crimen  mantener la intriga hasta el final cuando desde el principio se conoce la identidad del asesino? ¿Cuando el autor nos detalla perfectamente el escenario, la acción  y los personajes que intervienen en el homicidio y posterior ocultamiento del cadáver?

La respuesta es sí. Esta novela del japonés Keigo Higashino que se desarrolla en Tokio me ha sorprendido muchísimo y me ha tenido enganchada a su lectura de principio a fin por su cadencia, por su manera de redactar tan fluida y sobre todo por su originalidad. Ishigami, el protagonista, es un genio de las matemáticas cuya capacidad de amar resulta ser aún superior a su elevadísimo coeficiente intelectual.

Una delicia de libro para quienes disfrutan de la novela negra. Algo diferente a todo lo que se ha escrito sobre este tema.

martes, 8 de diciembre de 2015

LOS RENGLONES TORCIDOS DE DIOS

Siempre que pienso en libros que me han impactado o marcado de alguna manera me viene a la cabeza esta maravillosa novela de Torcuato Luca de Tena que leí hace casi veinte años. Por eso, sin duda alguna merece una entrada en este blog para aportar mi pequeñísimo granito de arena animando a su lectura. Digo pequeñísimo porque es infinitesimal la aportación que yo puedo hacer a una obra tan grande y reconocida.

Combina intriga, drama, emoción... es tan completa que no sé por dónde empezar a describirla. Para el que no sepa de qué va, la historia comienza cuando Alice es ingresada en un sanatorio mental. Y desde ese mismo momento, el autor juega al despiste con el lector porque la razón de ese internamiento tiene dos versiones completamente contrapuestas: Por un lado, la del médico que ha tratado a Alice quien en una carta explica que padece una enfermedad paranoide que le lleva a tratar de atentar contra la vida de su marido. Por el otro, la de la propia interna quien (en su delirio, según los expertos) cree ser una investigadora privada a cargo de un equipo de detectives que debe resolver un complicado caso y para eso se ha prestado a esa farsa y ha aceptado su ingreso.

Así, durante toda la novela, el autor no da tregua al lector, confundiéndole una y mil veces valiéndose para ello de un personaje tremendamente complejo e inteligente en sus acciones y razonamientos. Alice Gould es una mujer que no deja indiferente a nadie. Casi adictiva, me atrevería a decir.

Destacaría también al resto de personajes que intervienen en la obra, así como la descripción del ambiente que se vive dentro del hospital psiquiátrico donde como puede suponerse hay personalidades de todo tipo.
Impresionan de manera escalofriante algunas escenas mientras que otras enternecen, angustian, entristecen o emocionan... o todo a la vez. El autor convivió durante un tiempo en un sanatorio mental mientras preparaba documentación para escribir la novela y seguramente por eso supo reflejar con tanto realismo el acontecer de los días allí dentro a los ojos de su protagonista.

Merece todo mi respeto y admiración Torcuato Luca de Tena por su excepcional trabajo en éste y otros libros suyos que también he leído posteriormente. Para mi humilde opinión como lectora, un libro magistral.


domingo, 6 de diciembre de 2015

LA VIDA CUANDO ERA NUESTRA

"Añoro la vida cuando era nuestra".

Genial. Una oración tan corta y que a la vez esconda tanto significado.
 Es lo que comenta Lola, una de las protagonistas de esta entrañable novela de Marian Izaguirre.

Acabo de terminarla, es la primera que leo de esta autora y sin duda no será la última, porque me ha emocionado y me ha hecho sentir. Y eso es, en definitiva, lo que buscamos cuando nos metemos entre las páginas de un libro.

Refleja magistralmente el ambiente social de la España de 1950 y sus dos personajes principales, Lola y Alice, tan diferentes y a la vez tan iguales, enamoran al lector por sus grandes virtudes, cada una a su manera.

Juntas y a lo largo del libro, descubrirán la vida de Rose, una niña que nace a principios del siglo XX y cuya fascinante historia las unirá para siempre.




sábado, 24 de octubre de 2015

LA LEYENDA DE NÁYADE

Últimamente tengo menos tiempo libre y es por ello que llevo más de un mes sin publicar ninguna entrada. Sin embargo, llevo días pensando en compartir una leyenda que escribí hace ya unos años para el número de Sede que se dedicó a la mitología. Yo me decanté por la mitología cántabra y así surgió Náyade, una anjana que habitó nuestros bosques hace muchos, muchos años...

Esta historia en su origen no se escribió para niños, sino para adultos. Sin embargo, al poco tiempo de publicarse en Sede y coincidiendo con la celebración del Día del Libro, me llamaron de un colegio para invitarme a leérsela a los alumnos. Acepté encantada y fue sin duda una de las experiencias más gratificantes de mi vida. Espero que os guste.

Sonó la sirena que indicaba el final de las clases. Al instante, un torrente de niños corriendo con sus mochilas a la espalda empezó a invadir el patio del colegio, mezclándose con los padres, hermanos mayores, tíos y abuelos que les esperaban para acompañarlos de vuelta a casa. Un griterío caótico de saludos, despedidas y carcajadas hizo sonreír a la abuela que ya veía a Anjana dirigirse hacia ella, saludándole a lo lejos agitando las manos y mostrándole algo que traía en ellas, seguramente algún mural o dibujo representativo del otoño, estación que acababa de comenzar.

La niña saludó efusivamente a su abuela con un fuerte abrazo al llegar hasta ella y comenzó, como cada tarde, su relato detallado de todo lo que habían hecho ese día en el colegio. La mujer, riendo, le recomendó por enésima vez que le hablase más despacio, sin atropellarse y en voz un poquito más baja. Pero Anjana, con el entusiasmo y la energía de sus siete añitos, era incapaz de contener la emoción.

“¡Mira, abuela! Hemos hecho un mural del otoño y la profesora nos ha dicho que este fin de semana tenemos que ir al bosque y pegar en él hojas secas y castañas… y nos ha contado que sobre los bosques de Cantabria hay leyendas que hablan de hadas y duendes y… ¿sabes qué, abuela? Me ha dicho que YO tengo un nombre de hada, ¡¡un nombre de hada de Cantabria, abuela!! ¿Tú crees que si me concentro mucho mucho tendré poderes como las hadas de los cuentos? Abuela… ¿tú sabías que las hadas también se llamaban Anjana, como yo?”

Cuando al fin la pequeña hizo una pausa, la mujer le aseguró que ella misma le acompañaría al día siguiente al bosque y que le llevaría a un lugar especial donde, aparte de ayudarle a buscar los frutos del otoño que necesitaba para su mural, le contaría un bonito cuento sobre hadas y duendes y le enseñaría un secreto que conocían muy pocas personas.
“Tú ya eres mayor, Anjana, y a ti te lo puedo contar. Pero debemos ir pronto, en la madrugada, que es el único momento del día en que puede verse ese secreto”.
La niña le escuchaba muy seria, con los ojos abiertos de par en par y las mejillas enrojecidas de excitación.
Esa noche le costó conciliar el sueño y cuando al fin cayó rendida de cansancio, soñó durante horas con hadas que hacían magia y se llamaban como ella y con duendes que hacían desaparecer a las brujas malas del bosque.

Al alba le despertó su abuela para cumplir con lo que le había prometido. Anjana, que normalmente era dormilona y perezosa para levantarse de la cama, ese día no protestó lo más mínimo por el madrugón, a pesar de que aún no eran ni las seis de la mañana. Desayunaron juntas mientras la niña no dejaba de hacer preguntas a su abuela sobre las hadas que habitaban los bosques de Cantabria. Le había causado una gran sensación el enterarse de que su nombre era el de un hada, precisamente. Y su abuela le aclaró que, aunque las anjanas son hadas, no todas tienen ese nombre propio. Y de camino hacia el bosque, la mujer empezó a contarle la leyenda de Náyade, que era una de esas anjanas que había vivido en ese bosque hacía algunos años.
  







Empezó explicándole que las anjanas son las hadas buenas que habitan el bosque y cuya principal finalidad es ayudar a las personas que se pierden en él. Son pequeñas, apenas miden medio metro, y de piel muy blanca, con largos cabellos rubios que llevan recogidos en trenzas. Tienen unas pequeñas alas casi transparentes y van vestidas con una túnica blanca con reflejos brillantes. Siempre llevan una vara de mimbre verde con una estrella en la punta y una botella con una bebida que cura a los enfermos. Son capaces de transformarse en lo que quieran e incluso hacerse invisibles. Tienen la capacidad de ayudar a las buenas gentes pero también de castigar a quien comete maldades. Sus poderes son muy numerosos, pero ellas también pueden ser castigadas. Sobre todo si se enamoran de un humano, algo que tienen terminantemente prohibido.

Náyade era una anjana un tanto peculiar. Era bondadosa, como todas las anjanas, pero también era coqueta, traviesa y juguetona. A pesar de las enseñanzas de las maestras anjanas que insistían en que el poder de cambiar de forma solo debía utilizarse en ocasiones excepcionales, a Náyade le encantaba transformarse en humana para entablar conversación con los que encontraba por el bosque. Lo había hecho desde pequeña, para jugar con niños y niñas que iban los domingos en familia a pasar el día al aire libre y lo seguía haciendo de mayor, transformándose en una mujer y así tener la posibilidad de hablar libremente con cualquier humano que se encontraba.  

Un día, paseando sola por el bosque, escuchó unos sonidos de pisadas. Precavida, se escondió entre las ramas de los árboles por si se trataba del peligroso ojáncano, el ogro más temido de aquellos parajes y que destruía todo cuanto se encontraba a su paso. Aliviada, comprobó que solo se trataba de un joven que caminaba cojeando y mirando despistado a su alrededor. Una vez más, Náyade utilizó su magia para transformarse en una muchacha y poder entablar conversación con él, quien pareció aliviarse al encontrar a alguien por allí. Le explicó que había salido a recoger setas pero se había caído y lastimado un tobillo y además se encontraba desorientado y no sabía regresar a su casa. Ella le hizo sentarse en el suelo y, con gran facilidad y empleando solo unas plantas que recogió por allí cerca, le redujo la inflamación del tobillo aliviándole al momento. Después, espontáneamente, iniciaron una conversación muy fluida. Él le contó que vivía con sus padres, trabajaba de carpintero y le gustaba mucho recoger setas, castañas, nueces y otros frutos, por lo que solía salir a menudo por aquel bosque, aunque nunca se había alejado tanto de su casa. Ella improvisó una historia, siguiendo el juego que hacía otras veces, para hacerse pasar por una joven enamorada de la naturaleza a quien le gustaba pasear al aire libre. Para justificar su conocimiento sobre las propiedades curativas de las plantas, inventó que era nieta de una curandera que le había enseñado muchos remedios naturales. Cuando se dieron cuenta, ya empezaba a anochecer. Se habían sentido tan a gusto con la charla que se les pasó la tarde volando y Náyade pensó que sus compañeras las anjanas estarían preocupadas con su tardanza, así que se disculpó con él no sin antes indicarle el camino de regreso a su casa.
  
Náyade, como todas las anjanas, vivía en una gruta bajo un manantial y de regreso a su casa iba pensando con pesar que seguramente no volvería a ver a aquel joven tan agradable y en cuya compañía se había sentido tan bien que en ningún momento le había parecido un desconocido. Al contrario, sentía como si le conociese desde hace mucho tiempo. Era una sensación extraña, dulce, que ella no había tenido antes con ninguno de los humanos que había conocido.

Sin embargo, el hada se equivocaba. La tarde siguiente, mientras recogía unas plantas para preparar sus brebajes curativos, volvió a encontrárselo en el bosque. Náyade, de nuevo transformada en una joven muchacha, volvió a pasar la tarde en compañía del chico. De nuevo hablaron de mil temas diferentes, sentados entre los árboles y de nuevo se les pasó el tiempo volando. El muchacho dijo llamarse Pedro y, Náyade, temerosa de despertar en él sospechas ante un nombre propio de un hada, cambió el suyo por uno más común: María.

A partir de entonces, cada tarde, Pedro y Náyade se buscaban en el bosque. Se hicieron amigos, se contaban sus cosas y sentían cada vez más afinidad el uno por el otro. Poco a poco, casi sin darse cuenta, su amistad se fue transformando en algo más intenso. Pedro estaba feliz de expresar sus sentimientos a quien él conocía como María, pero Náyade sentía una gran preocupación. Se estaba enamorando de un humano y era consciente de que no le estaba permitido, pero, además, se sentía mal por él. Sus pequeñas mentiras iniciales se fueron haciendo más y más grandes a medida que la relación avanzaba y era incapaz de confesarle al joven toda la verdad. Se había metido en un embrollo del que no sabía cómo iba a salir. Su cabeza le decía que debía alejarse de él inmediatamente, pero su corazón se negaba a obedecerla. Y así pasaban los días, con encuentros clandestinos, besos robados y sintiendo cada vez más amor y pasión el uno por el otro.

A medida que fue conociendo a Pedro y se fue dando cuenta de los valores que él tenía como persona, Náyade se iba sintiendo peor. Se sentía una especie de estafadora, una mentirosa que había hecho lo peor que puede hacer un hada: utilizar sus poderes en beneficio propio y encima estaba engañando gravemente a alguien a quien quería con todo su corazón. Por otro lado, estaba cada vez más preocupada por si las anjanas supremas llegaban a conocer la relación que había entre ellos, puesto que en ese caso serían los dos castigados con una maldición que les impediría ser felices por toda la eternidad. Así, armándose de valor un día, decidió cortar la relación con Pedro confiando en que él la olvidaría con el tiempo y lograría ser feliz junto a una humana.

Para justificarse, se inventó una mentira más. Le dijo que su familia había decidido trasladarse muy lejos y que no podrían volver a verse jamás. El joven, desconcertado, no entendía por qué María lo apartaba así de su vida y, tras insistir un buen rato en el amor que se sentían, se dio por vencido al comprobar la firmeza de la decisión de la chica.

Náyade se alejó llorando. Nunca en su vida se había sentido tan infeliz, pero sabía o al menos creía que había tomado la decisión correcta. El tiempo les haría olvidar, puesto que su relación era imposible. Los días siguientes la anjana no fue a su lugar de encuentro y trató de estar ocupada en mil cosas para no sentirse tan vacía. Así fue pasando el tiempo, pero sentía que era incapaz de olvidarle. Náyade sabía que Pedro siempre iba a estar en su corazón, puesto que con su manera de ser se había hecho un hueco muy adentro del que nada ni nadie le sacaría jamás. Aprendió a vivir de sus recuerdos y así fueron pasando los meses.
  
 Un día, buscando plantas medicinales, la nostalgia le hizo volver al lugar donde lo conoció. Para su sorpresa, Pedro estaba ahí también, recogiendo frambuesas. Náyade lo vigiló escondida entre las ramas de los árboles sintiendo como el corazón le latía intensamente. Su primera reacción había sido abalanzarse sobre él y abrazarlo. ¡Lo necesitaba tanto…! Pero se contuvo y ni siquiera se transformó en humana. Se conformó con observarlo en la distancia hasta que él se alejó lentamente. Cuando al día siguiente ella volvió a aquel lugar, algo le decía que él estaría allí de nuevo. No se equivocaba. Comprobó día a día que él jamás faltaba a la cita. Era como si esperase encontrarse allí de nuevo con ella. Náyade comprendió que Pedro tampoco había logrado olvidarse de ella. Por un lado deseaba con toda su alma volver con él, pero temía más las posibles consecuencias. Sentía temor de las represalias que tendrían si llegaba a saberse su relación, pero tenía más miedo aún de contarle a Pedro toda la verdad a esas alturas, pasado ya tanto tiempo. Temía que él la odiase al pensar que solo se había burlado de él. Empezó a ir a diario y a observarlo de lejos con su apariencia de anjana, pero el verlo así, sin tener contacto con él le hacía más y más daño. Náyade no sabía qué hacer. Era la primera vez en su vida que renegaba de sus poderes y de su esencia como anjana. Si hubiese sido humana, las cosas hubiesen sido tan sencillas…

Un día, mientras lo espiaba tras unas ramas, vio como un lobo aparecía de repente atacando a Pedro. Sin dudar un segundo, Náyade salió de su escondite y con un hechizo paralizó al lobo y lo hizo desaparecer. Se quedó frente a frente con Pedro quien la miraba maravillado entre el susto y el desconcierto. Sus piernas temblaban y no lo sostenían. Se sentó, respirando agitado y dándole las gracias. Ella, que estaba tan nerviosa como él, deseaba besarlo, tranquilizarlo, pero sabía que ahora era una completa desconocida para el muchacho. Así que se limitó a sentarse a su lado, en silencio. Pasado el susto, comenzaron a hablar y el joven le confesó que había escuchado mil historias sobre anjanas en aquellos bosques pero que era la primera vez que se encontraba con una. Entonces Náyade no pudo contenerse más. Rompió a llorar y entre hipos le reveló que ella era María y le contó toda la verdad: lo que sentía por él, la maldición que pesaba sobre las anjanas si se enamoraban y el temor que le había hecho alejarse de él. Pedro escuchó en silencio toda la explicación de Náyade. Se sentía defraudado, engañado, burlado… pero no le recriminó nada. Su gran corazón y el amor que aún sentía por ella le impedía hacerlo. Se levantó lentamente y sin mediar palabra se alejó de allí en dirección a su casa.

Esa noche, Náyade apenas pudo conciliar el sueño. Necesitaba que Pedro le perdonase todo el mal que le había hecho. Ahora ya entendía que su lugar estaba junto a él y que estaba dispuesta a enfrentarse a cualquier maldición que pudiera caer sobre ellos, pero temía que él no quisiera ya saber más de ella y no sabía cómo hacer para volver a llegar a su corazón. Al día siguiente, volvió al mismo lugar. A su rincón secreto, donde habían pasado tantas horas amándose en el pasado. Pero Pedro no estaba. Derrotada, Náyade se dejó caer en el suelo, pensando que jamás volvería a verlo. Pasó unas horas entre recuerdos que le hacían llorar, sintiéndose más desgraciada que nunca y pensando que en el fondo se lo tenía bien merecido, por haber hecho las cosas tan mal desde el principio. Cuando se levantó y se disponía a marcharse, escuchó unos ruidos entre la maleza y al mirar en esa dirección vio cómo Pedro se dirigía hacia ella.
    
El joven había sabido comprender al hada y a pesar de que en un primer momento había pensado en alejarse de ella para siempre, al final se había dado cuenta de que el amor que había entre ellos era superior a todo el mal que tantas mentiras habían producido en su corazón. Deseaba estar con ella para siempre y también él estaba dispuesto a enfrentarse a cualquier mal que pudiera acecharles. Entonces le contó que había pasado la noche anterior buscando una solución a sus problemas y creía haberla encontrado. Así, tomando a Náyade de la mano, le preguntó si estaría dispuesta a renunciar a todo e irse con él para siempre.
La anjana no tenía dudas. Quería estar junto a él más que nada en el mundo y así se lo hizo saber. Pedro le explicó que había invocado al poder de las hadas supremas y ellas, tras escuchar la emotiva historia de los dos jóvenes, habían decidido ayudarles. Quizá había una manera de estar juntos y evitar que cayese sobre ellos la maldición y era acudiendo la primera noche de luna llena a la Gruta del Oro, bajo el Manantial Transparente, y en el instante en que el primer rayo de luna cayera sobre las rocas del manantial, Náyade debería posar bajo él su varita y renunciar a su esencia como anjana para siempre. Perdería todos sus poderes y pasaría a ser una humana como Pedro. Jamás volvería a ver a sus compañeras, ni su hogar, y deberían irse del bosque, lo más lejos posible, confiando en haber dejado atrás la maldición y sin tener jamás la certeza de haberlo logrado.
Así lo hicieron la primera noche de luna llena. Náyade se convirtió en María para no volver jamás a ser una anjana y junto con Pedro desapareció del bosque para siempre.

Nadie sabe qué fue de ellos, si lograron librarse de la maldición o, por el contrario, ésta les persiguió y les hizo infelices, pero cuenta la leyenda que durante las madrugadas otoñales a veces puede verse la varita cristalizada de Náyade en el fondo del manantial, custodiando todos los poderes que ésta le confería y que solo podrían ser transmitidos a un descendiente directo de Pedro y Náyade.


Anjana y su abuela habían llegado al final de su recorrido por el bosque, al lugar donde se encontraba el secreto que la mujer quería mostrar a la niña. Ésta, por su parte, había escuchado con la máxima atención y sin interrumpir ni un momento toda la historia que le había ido relatando su abuela, quien ahora le señalaba con solemnidad el punto exacto del manantial donde según la leyenda podía verse la varita.

La niña se acercó al borde del agua y estiró su manita para rozar la superficie del mismo con la punta de los dedos y en ese instante, el fondo se iluminó dejando ver claramente la varita cristalizada que empezó a desprender destellos que parecían dirigirse directamente hacia la superficie, a los dedos de la pequeña.
Ambas, abuela y nieta, miraban maravilladas el hermoso espectáculo que el manantial les estaba brindando. La primera, sabedora de que se estaba produciendo un momento histórico en el bosque, algo esperado durante años. Lágrimas de emoción, de nostalgia y de recuerdos se agolpaban en sus ojos. Por su parte, la niña, en cuyo interior habrían de acumularse en adelante los grandes poderes a los que en su día renunció su abuela por amor, miró a María y entonces supo que Náyade y Pedro habían logrado esquivar la maldición, estar juntos, formar una familia y ser felices para siempre.






martes, 15 de septiembre de 2015

RAÍCES

Hoy día 15 de septiembre los cántabros, o montañeses como nos llamaban hace años, celebramos la fiesta de la Bien Aparecida, patrona de nuestra Comunidad Autónoma. En homenaje a este día, me gustaría compartir este artículo que escribí para la revista Sede dedicada a la Tierra. Se titula "Raíces" porque me siento muy orgullosa de las mías.



Siempre he escuchado decir a mi madre que solo envejece quien quiere y que lo que se arruga y desgasta es la parte física, nunca el espíritu. Ella está convencida de que se puede llegar a los noventa años con el ánimo e ilusión de una persona de veinte, puesto que solo es cuestión de voluntad. Bueno... de voluntad y de suerte, le corrijo yo. Creo que tiene buena parte de razón, pero que no solo depende de uno mismo, sino también de los golpes que pueda depararle el destino. Pero, aunque nos neguemos a envejecer y nos empeñemos en mantener el espíritu joven, con el paso de los años vamos cambiando de parecer y hay una serie de señales que nos indican sin lugar a dudas que nos estamos haciendo "mayores" (lo pondré entrecomillado para que no se ofenda nadie).

Una de esas señales es que poco a poco vamos perdiendo el pudor en muchos aspectos. En la adolescencia muchas veces nos llenamos de complejos absurdos y la timidez nos impide mostrarnos tal cual somos. Ese estado nos dura bastante tiempo. Nos preocupa el qué dirán, tenemos mil prejuicios hacia los demás e incluso hacia nosotros mismos. Y nos privamos de cosas que nos gustaría hacer simplemente por el temor a que no sea aceptado por los que nos rodean. A medida que pasa el tiempo y nos percatamos de la velocidad a la que lo hace, empezamos a darnos cuenta de que la vida no es tan larga como debiera y que estamos perdiendo un tiempo que no nos sobra para nada. De ahí que nos desinhibamos y que empiece a darnos igual lo que piensen o digan de uno. Buscamos una felicidad que nunca es completa y disfrutamos a sorbitos. Y esos sorbitos, cuanto mayores vamos siendo, más deliciosos nos resultan.

Otra señal inequívoca de que ya no somos tan niños es cuando comprobamos día a día que la mayoría de los actores, deportistas y personajes varios del mundo de la televisión son más jóvenes que nosotros mismos. ¡¡Y qué mal sienta eso, joder!! Encima de que son más guapos, más ricos y triunfan en todo, ENCIMA, son más jóvenes y tienen toda la vida por delante para seguir disfrutando. Entonces echas la vista atrás y recuerdas cuando veías con tu padre los partidos de fútbol de los domingos y los futbolistas te parecían muuuuuy mayores para ti (aunque los veías muy guapos y te enamorabas de alguno platónicamente). Pasado el tiempo, igual ya no te gusta el fútbol aunque sí te siguen gustando los futbolistas. Eso sí, ya no piensas que son muy mayores para ti. Más bien te regañas llamándote a ti misma asaltacunas. ¿Tanto tiempo ha pasado desde que veía los partidos con mi padre? Te parece increíble.

No sé si a todos nos pasa igual, pero yo también he observado que con el paso del tiempo, las personas ancianas cada vez me producen más ternura. Intuyo que es otro efecto de ir cumpliendo años. Cuando somos niños, nos parece que jamás vamos a envejecer o que como mínimo, eso nos queda muy lejos.

Y a mi parecer, la mayor señal de todas de que nos hacemos mayores es que sentimos cada vez más arraigo a lo nuestro, a nuestra tierra. A nuestra TIERRA en sentido amplio. Nuestras costumbres, nuestras tradiciones, nuestro folclore, nuestros símbolos. Es como si quisiéramos aferrarnos a esta vida que ya somos conscientes de que no va a ser eterna ni tan larga como nos gustaría. Y al igual que un árbol echa raíces profundas para nutrirse de la tierra y sobrevivir, nosotros nos afianzamos también a nuestras raíces, aunque sea en sentido figurado.

No sé. Igual solo me pasa a mí. Pero recuerdo cuando era niña y estábamos en Fiestas que me resultaba un tostón tragarme la actuación de la Agrupación de Danzas de No Sé Qué Pueblo de Allá Arriba con mis padres, esperando a que terminasen de cantar o bailar o ambas cosas para que me llevasen a subir a los cachivaches. Y me preguntaba cómo era posible que les gustase eso, desesperada, mirando un reloj cuya aguja parecía no avanzar. ¿Qué ha cambiado en mi vida, o en mis gustos, para que ahora me entre esa especie de emoción cuando escucho el pito y el tambor, por ejemplo? No sé qué es pero algo se me remueve por dentro. Y yo lo achaco a que me siento más cántabra con el paso de los años.

Me sucede con todo lo que tiene que ver con esta tierra. O mejor dicho, tierruca. Porque también reivindico ese modo de hablar tan peculiar que tenemos los cántabros. Esa terminación en -uco, -uca, que de niños puede resultarnos hasta ridícula y que yo no recuerdo utilizar entonces tan comúnmente como lo hago ahora. Me involucro más en las costumbres, me intereso más por las fiestas populares, algunas ancestrales, como La Vijanera, por ejemplo. Me intereso cada vez más por la historia de nuestro pueblo. El último al que conquistaron los romanos, por cierto. ¡Y bien que les costó! Me enorgullezco de nuestros paisanos célebres en todos los ámbitos: Arte, deporte, literatura... Aunque reconozco haber sufrido lo indecible hace años cuando en el instituto me obligaron a leer "Peñas Arriba" de Jose María de Pereda. Ufff... tanta descripción de nuestros preciosos paisajes verdes terminó por desesperarme en su momento. Cierto es que tenía entonces quince o dieciséis años y a esa edad aún no hemos echado las raíces que comentaba al principio y somos incapaces de valorar muchas cosas. 

Sucede con todo.  Nuestra gastronomía, por ejemplo. ¿Qué cántabro no ha viajado con la maleta llena de sobaos para obsequiar a alguien? O quien dice sobaos dice quesadas o anchoas. Al más puro estilo Revilla, vamos. Y porque no podemos llevar un cocido lebaniego o montañés, que si no... Y el alarde que hacemos de nuestra riqueza paisajística. De nuestros valles tan verdes con las "pindias" cuestas que los pasiegos saltan manteniendo tan antigua tradición. Nuestras preciosas playas, modeladas por un mar que si bien no llega a océano no por ello es menos bravo. Nuestra amplia variedad de árboles singulares. Y qué decir de tantos pueblos bellos, imposibles de enumerar en un solo texto. Me vienen a la cabeza algunos tan significativos como Santillana del Mar, Comillas, Liérganes, Carmona... ¡POTES! Mi debilidad, que para llegar a él hay que atravesar el desfiladero de La Hermida y que, aunque pases mil veces, las mil te deja boquiabierto.

No lo puedo negar. Mi tierra me tira cada vez más. O como diría el mismo carismático presidente de la Comunidad que ya nombré anteriormente, "Cantabria me pone". Frase que se ha puesto de moda y que pasa a engrosar la amplia lista de "palabrucas" o expresiones cántabras que hemos ido acumulando a lo largo de los años. Por eso, tras pasar una temporada fuera de mi tierra disfrutando del sol que a menudo nos falta, vuelvo con "sincio" de lluvia fresquita y a veces hasta estoy deseando "cogerme una chupa" en un "prao" y acabar hecha un "bardal".

La tierra me tira. Mi tierra. Mi tierruca.



martes, 8 de septiembre de 2015

EL SENTIDO DE LA VIDA

Hoy me gustaría publicar aquí un relato que escribí hace ya unos cuantos años y que es uno de mis preferidos. El título puede dar lugar a confusión al sonar un tanto filosófico, pero os aseguro que no lo es en absoluto.
 Recuerdo que se me ocurrió la historia una tarde de invierno fría y lluviosa que estaba aburrida frente al ordenador y en determinado momento tuve una experiencia "Déjà Vu", algo que de vez en cuando creo que nos sucede a todos, pero que en esa ocasión me llevó a preguntarme las causas que pueden explicar ese extraño fenómeno. Indagando en ello, comprobé que no todos los expertos en asuntos psiquiátricos y neurológicos se ponían de acuerdo a la hora de darle una explicación y me resultó tan intrigante que me dejé llevar por la imaginación para darle la mía propia. Éste es el resultado y espero que os guste leerlo:



El día había empezado mal desde el principio: me desperté con la desagradable sensación de haber soñado algo triste ó angustioso, aunque no lograba recordar exactamente en qué consistía esa pesadilla. De hecho, cuando abrí los ojos al escuchar el sonido del despertador no tenía idea de qué día era, ni qué planes tenía para esa mañana. Pero algo debía tener previsto cuando había programado despertarme a las siete de la mañana de un sábado, con lo condenadamente dormilona que soy. Y más en esos momentos, que llevaba dos meses sin trabajar y aprovechando a dormir todo lo que mis diecinueve años anteriores de jornadas intensivas en mi antiguo empleo me habían impedido.

Me obligué a incorporarme y a desprenderme  del caluroso abrazo de mi edredón nórdico, haciendo grandes esfuerzos por centrarme en lo que me deparaba el futuro inmediato, pero aún tardé unos segundos más en recordar que esa noche era la dichosa cena de antiguos alumnos de mi colegio y a la que me había comprometido a asistir tras la insistencia de la pesada de Elvira, que podía llegar a ser muy persuasiva a base de machacar hasta cansarte y agotar tus energías para negarte a sus intereses.

-Pero, ¿cómo no vas a ir, Inés? Venga, mujer, no seas “rara”, seguro que lo pasamos muy bien, ya verás…- (tenía la extraña habilidad de hacerme sentir “rara”, como ella decía, cada vez que le contradecía en algo).- Además… últimamente estás deprimida con lo que te ha pasado en la empresa y necesitas distraerte.

Y con esa sencilla frase dejó zanjada la cuestión de nuestra asistencia al evento y de paso dejó patente que yo estaba deprimida. ¡Hala! No sé para qué estudian los psicólogos cuatro ó cinco años de carrera, si una cajera de Hipercor hacía los diagnósticos por ellos en apenas cinco minutos de conversación.

Yo no sé si realmente estaba deprimida como ella afirmaba, pero sí tenía que reconocer que muy bien de estado de ánimo no andaba últimamente. Hacía un año que me había divorciado de Carlos y la relación entre ambos había quedado bastante deteriorada, como consecuencia de la crispación de los dos que nos hacía saltar a la primera de cambio. Pero lo que más me había afectado sin duda era lo que “me había pasado con la empresa”, como tan sutilmente me había recordado Elvira.
Diecinueve años. Habían sido diecinueve agotadores años de jornadas maratonianas en aquella multinacional a la que con tanta ilusión había entrado a trabajar recién licenciada en la facultad de Ciencias Económicas de mi ciudad. “¡Qué suerte has tenido!”, me decía mi familia. “Un buen empleo en una multinacional sin tener que trasladarte a vivir a otro lugar… ¡eso no le sucede a casi nadie!”. Y yo pensaba, aunque no lo decía en voz alta, que tampoco sucede habitualmente que un estudiante termine la carrera con un expediente académico tan sobresaliente como el mío.

Al principio el entusiasmo por lo que había conseguido me hacía ver solo la parte positiva de las cosas: tenía un sueldo magnífico con el que pude comprarme un bonito piso céntrico que había podido amueblar a capricho con la decoración más vanguardista y los electrodomésticos más modernos y funcionales. Además, a Carlos también le iba muy bien en la empresa de su familia y realmente teníamos un nivel de vida envidiable en lo económico y “social”. Pero quienes envidiaban esa vida mía no pensaban en  la cantidad de cosas a las que yo como mujer estaba renunciando por mantener ese estatus. Y yo en aquel entonces tampoco lo veía, claro está. Ahora, con cuarenta y dos años, con una relación rota, sola y, sobre todo, sin haber sido madre, era cuando me daba cuenta de que la calidad de vida no es solamente el gozar de buena salud,  el dinero que ganas y las cosas que puedes comprar con ello. A veces la calidad de vida son pequeñas cosas cotidianas a las que no solemos dar valor cuando las tenemos y sin embargo, sí las extrañamos cuando las perdemos. Yo en estos momentos envidiaba a mi amiga Elvira, cajera de un hipermercado, con un sueldo mileurista, un marido que le adoraba y una niña preciosa que me llenaba de añoranza cada vez que recordaba la ilusión que teníamos Carlos y yo por ser padres, al poco de casarnos.

Pero, claro, trabajando tantas horas no quería tener un hijo para no poder disfrutar de él. Así que decidimos posponerlo para “un poco más adelante”, cuando pudiera pedir una reducción de jornada y dedicarme a su cuidado. El problema fue que lejos de ir las cosas a mejor, fueron a peor: la crisis económica, la globalización… La empresa cada vez exigía más tiempo de los empleados de “nivel”, empezaron los viajes de negocios, las jornadas cada vez más amplias para abarcar todo el trabajo acumulado, los cada vez menos disfrutados fines de semana porque me llevaba trabajo a casa que no me daba tiempo a terminar en la oficina… Estaba tan dedicada a la empresa que vivía para ella. Cuando quise darme cuenta ya no tenía vida propia, la relación con Carlos se había enfriado porque no teníamos tiempo ni de hablar el uno con el otro, y no quisimos ó no pudimos ó no supimos recuperar lo perdido. Guardamos las apariencias durante un tiempo, pero fue irremediable que terminásemos separándonos.

Me quedé con el piso, puesto que yo lo había comprado de soltera y estaba a mi nombre. Ahora seguía teniendo un buen nivel de vida, pero estaba sola, así que me centré más aún en mi trabajo, pensando que era lo mejor que había sabido hacer en la vida. Me llenaba de orgullo el pensar que era una de las mejores en lo mío, en lo profesional… ¡qué ingenua! Esa mañana  de sábado previa a la dichosa cena de antiguos alumnos de mi colegio, pensaba con amargura que había renunciado a una vida real de mujer por una vida ficticia de “trabajadora ejemplar”. Y total, ¿para qué? ¿Había valido la pena?

Me dirigí a la cocina, directamente a la cafetera, en busca de esa taza de café que me ponía en funcionamiento cada mañana, esperando que la desagradable sensación que seguía teniendo aún relacionada con algo que debía haber soñado desapareciese de una vez. No tenía demasiado apetito, así que me limité a tomarme el café con leche, sin las galletas con que suelo acompañarlo. Me maldije a mí misma por haber dejado que Elvira me convenciese para asistir a la cena. Sí debía estar deprimida, después de todo, porque lo cierto es que no me apetecía hablar absolutamente con nadie. Allí estarían mis ex-compañeros de primaria, más viejos, más gordos y más calvos ellos, más viejas, más gordas y con las tetas más caídas ellas… empezarían a contar lo bien que les había ido en la vida, lo felices que vivían en su bien avenida vida conyugal y con sus trabajos, sacarían las fotos de sus hijos (¿has visto qué guapos son?) enseñándoselas unos a otros… Y yo… Inés Bárcena, la más lista de la clase, la de mejores notas, más vieja, más gorda y con las tetas más caídas, ¿qué iba a contar? ¿que renuncié a esos hijos por un maravilloso puesto laboral que me absorbía por completo? ¿que perdí mi matrimonio por no saber darle la importancia que merecía? ¿que la junta directiva de mi empresa me había “invitado” sutilmente a marcharme porque según ellos era evidente que había perdido el entusiasmo por lo que hacía y mi puesto requería de alguien dinámico y con grandes aspiraciones? ¡Claro que sí! Otra recién licenciada tan ilusa y dispuesta a entregarles su vida a ellos como había sido yo hace diecinueve años, cuando había tenido tanta suerte, según todos mis amigos y familiares.
Así me sentía, frustrada por completo, esa mañana de sábado previa a la dichosa cena de antiguos alumnos de mi colegio.

Tampoco la ducha que me di a continuación contribuyó a ahuyentar ese mal presagio que me envolvía aquella mañana. Mientras dejaba caer sobre mí el agua caliente traté de relajarme y organizar el resto del día. Había madrugado tanto porque tenía que hacer un par de cosas necesariamente antes de mediodía: ir a la peluquería, que no abría por la tarde, y pasar la I.T.V. de mi coche, que, como siempre, lo había dejado para el último día. Pensé también que si me sobraba tiempo podía ir de compras. Había visto un vestido en un escaparate hacía un par de días que me gustaba bastante, así que decidí pasar y probármelo. Si me quedaba bien, lo estrenaría esa noche. Bastante patética me parecía ya mi vida, como para encima ir sin arreglarme. No podría presumir mostrando las fotos de mis hijos, así que trataría de compensarlo con un vestido caro y una presencia impecable. Inés Bárcena con su BMW y ropa de marca. Estatus, fachada, fingida felicidad.

A las ocho y media ya estaba en el garaje tratando de arrancar mi coche, pero fue imposible. La batería eligió esa mañana de sábado para jubilarse. Por eso digo que el día había empezado mal desde el principio. Además de irritarme al comprobar que tras cinco ó seis intentos el motor no se ponía en marcha, tuve la extraña sensación de que ya había vivido ese momento. Me duró apenas unos segundos, pero lo sentí muy real, como si se estuvieran repitiendo esos instantes en que yo trataba infructuosamente de arrancar mi coche paso a paso, exactamente igual que en otra ocasión. El mismo garaje, el mismo coche, la misma chaqueta que yo había colocado con el bolso en el asiento del copiloto… era todo como si ya me hubiera pasado antes. Pero curiosamente, yo no recordaba que el BMW me hubiese dejado tirada jamás. Dejé de pensar en ello mientras sacaba el teléfono del bolso para llamar al taller mecánico y entonces se me quitó esa sensación extraña. Afortunadamente, no tardaron demasiado en enviar a un mecánico que me cambió la batería y aún me dio tiempo a pasar la revisión al coche antes de ir a la peluquería.

Salí de allí a la hora de comer, más peinada que de costumbre y con mechas, porque Silvia, la peluquera, se empeñó en cambiarme un poco el aspecto.
-Ya verás qué guapa te vas a ver… -decía- que ya es hora de que salgas una noche, chica… - enseguida comprendí que Elvira había pasado por allí antes, porque Silvia sabía todo lo referente a la cena: dónde era, quienes iban a asistir, etc, etc... - ¿Quién sabe? Igual conoces a alguien interesante…

Creo que se calló porque puse mal gesto y lo captó por el espejo, pero, ¡leches, me fastidiaba muchísimo que todo el mundo me insinuase continuamente que tenía que volver a iniciar una relación de pareja!. ¿Por qué no se metían en sus asuntos, si yo no pedía consejo a nadie? Äsí que para no discutir me puse a mirar una revista de viajes que tenía por allí a mano, mientras la peluquera terminaba de secarme el pelo. Me entretuve pasando las hojas y mirando fotografías de hermosos lugares del mundo, sin prestar demasiada atención, hasta que me detuve en un reportaje que hablaba sobre Buenos Aires. No sé por qué, siempre me había llamado la atención todo lo relacionado con Argentina. Era un país al que siempre había deseado viajar, pero por una causa ó por otra nunca había encontrado el momento. Me gustaba la forma de ser de los argentinos, su acento, su cine, su música y su cultura en general. Había leído mucho sobre la historia de Argentina, conocía buena parte  de la obra de sus escritores, me apasionaban sus actores y directores de cine e incluso había ido durante un tiempo a una escuela de baile a aprender a bailar el tango, que me encantaba. Pero  al cabo de unas semanas desistí con dolor de mi corazón porque, a pesar de mi empeño e interés, mis habilidades como bailarina eran escasas por no decir nulas. Estaba distraída, pensando en ello, cuando Silvia me despertó diciéndome que ya había terminado.

Volví a casa a comer un poco de puré de verduras que me había sobrado del día anterior y me freí unas croquetas de jamón que tenía congeladas. Después de tomar algo de fruta y un café solo, recogí la cocina, puse el lavavajillas y fregué el suelo. Puse la calefacción, porque las temperaturas a últimos de noviembre ya eran bastante bajas y se notaba frío en casa, y me senté en el sofá a leer un rato la novela que tenía empezada. Creo que me quedé dormida unos minutos, ó al menos adormilada, porque de nuevo me volvió la sensación de angustia ó tristeza que había tenido al despertar por la mañana. Era como si tuviese la impresión de haber soñado que se había muerto alguien cercano a mí, pero era imposible concretar más. No eran recuerdos de una pesadilla, ni siquiera sabía si era una pesadilla ó eran pensamientos… era algo que me producía inquietud. Pensé que todo se debía a las pocas ganas que tenía de salir esa noche de cena y que por eso llevaba el día tan raro y tan mal, así que me levanté del sofá y decidí salir a comprarme el vestido famoso del que me había acordado en la ducha. Así al menos me distraería pensando en otra cosa. La ropa era uno de mis únicos vicios. Siempre había sido muy presumida y coqueta y me gustaba ir bien arregladita. Elvira la “psicóloga” siempre decía que había dos remedios contra la depresión en las mujeres: comer chocolate e ir de tiendas. Esa tarde me decanté por la segunda.

Me gustó cómo me quedaba el vestido, así que lo compré junto con un foulard, unos zapatos y un bolso, todo de firma y carísimo. Eso hizo que me apeteciese un poquito más ir a la cena. Estaba segura de que iba a impresionar a mis antiguos compañeros del colegio. Diría que me iba genial, que estaba encantada de la vida y que había dejado la multinacional porque ya me aburría de hacer siempre lo mismo y tenía proyectos para el futuro. Total, les iba a ver esa noche y después cada uno iba a continuar con su vida y no iban a saber más de mí, así que no pensaba confesar lo que realmente sentía: frustración, rabia e impotencia. Fachada… estatus… Inés Bárcena la economista que había llegado tan lejos.

El resto de la tarde pasó rápidamente. Acababa de llegar a casa con mis bolsas de nuevas adquisiciones cuando sonó mi teléfono móvil. Tardé un poco en encontrarlo al fondo del bolso entre mil cosas inútiles que llevo siempre, pero antes de abrirle ya sabía que quien llamaba era Elvira, para quedar conmigo para ir juntas a la cena. Al empezar a hablar con ella y por segunda vez en el día, tuve la sensación de que se estaba repitiendo ese momento. Era como si supiera de antemano todo lo que ella iba a decirme. Tuve esa impresión durante toda la conversación que mantuvimos, incluso cuando me pidió consejo porque no sabía si llevar el vestido azul que le regalé yo por su cumpleaños ó el traje de chaqueta y pantalón negro que decía que le hacía más delgada. Le contesté mecánicamente que le quedaba mejor el vestido, mientras trataba de recordar cuándo habíamos hablado por teléfono sobre ese mismo tema, pero no me vino a la cabeza, así que tras acordar con ella que pasaría a buscarle a las ocho y media, colgué el teléfono y me olvidé del asunto.

A las ocho y media en punto llegaba al portal de mi amiga, quien ya estaba esperando en la acera con su traje de pantalón negro. Sonreí para mis adentros, porque Elvira era una indecisa. Pedía la opinión a los demás absolutamente para todo lo que se proponía hacer, hasta para los temas más irrelevantes. Pero después hacía lo que le daba la gana, que era, normalmente, justo lo contrario que se le había aconsejado. Al entrar al coche, y como si me estuviese leyendo el pensamiento, me dijo:
 --No es que no me guste el vestido que me regalaste, Inés, pero… es que me estoy poniendo como una foca y el negro me hace más delgada.

Le aseguré que no estaba engordando tanto, que eran suposiciones suyas y que estaba muy guapa. Después no pude decir más, porque no paró de hablar en todo el trayecto hasta el restaurante. Habíamos quedado a las nueve con los demás y , aunque llegamos diez minutos antes de la hora, no fuimos las primeras. Allí estaban ya algunos de nuestros ex—compañeros: Ana Ruiz, Alfredo Landeras, Guillermo Cabeza y Rosa Pérez, que nos saludaron efusivamente. Mientras charlábamos tomando unas cañas, fue llegando el resto del grupo. En total éramos catorce personas las que había podido reunir Alfredo, que había sido el artífice de la cita. Nos comentó que no había podido localizar a otros cuatro, porque al parecer se habían ido a vivir al extranjero, y que los seis restantes no habían confirmado su asistencia por diversos motivos.

Comprobé que el transcurrir del tiempo había sido más benévolo con unos que con otros. Eso pasa en todos los aspectos de la vida. Hay quien tiene más suerte, más dinero ó más salud que otros, y hay para quienes el destino depara más castigo ó dolor. He aprendido que eso se refleja en el semblante, en el aspecto más ó menos envejecido, y, sobre todo, en la mirada. Pensé en ello mientras hablaba con Nuria Ortiz, que había sido muy amiga mía de la infancia aunque después habíamos perdido el contacto, como sucede la mayoría de las veces. Ella había dejado de estudiar muy pronto, sin terminar el bachillerato. Me contó que había empezado a trabajar como dependienta de una panadería muy jovencita, porque no le gustaban los libros. Y también me explicó que no había tenido demasiada suerte en la vida. Se casó embarazada, antes de cumplir los dieciocho, y su matrimonio, por otra parte forzado, nunca había funcionado bien. El que fue su marido era tan joven como ella cuando tuvieron a su hija, pero nunca maduró lo suficiente, según me dijo. Ella se quejaba de que tuvo que tirar del carro  sola: trabajar, la casa, la niña… ¡si ella misma era aún una niña!, mientras que él solo pensaba en salir con sus amigos, continuando su vida igual que cuando era soltero. La expresión de los ojos de Nuria reflejaba cansancio y en sus manos se adivinaba el trabajo acumulado de todos esos años.

Es curioso lo relativo que es todo en la vida.  Unas horas antes me sentía deprimida, triste, frustrada y hasta patética por la manera en que había encauzado mi vida hasta ese momento. Tras escuchar el testimonio de Nuria y, sobre todo, el de Rosa, quien nos contó que había superado un cáncer de mama hacía un par de años, me sentí ridícula y egoísta. Los problemas que yo tenía y que tan grandes me parecían hasta esa mañana, eran minucias en comparación con los que tenían ó habían tenido ellas.

En el polo opuesto estaba Guillermo Cabeza, felizmente casado desde hacía diez años y con dos mellizos cuya foto nos mostró (¡naturalmente!) y que eran su vivo retrato. Guillermo provenía de una familia adinerada, con varios negocios y empresas en distintas ramas, por lo que lo había tenido todo relativamente fácil en la vida. Nunca fue buen estudiante, pero tampoco lo necesitó para disfrutar de una nómina alta. Todo es cuestión de nacer en el lugar apropiado. Los años no le habían dotado de la humildad de la que carecía  cuando era un niño y ya hacía alarde de la posición social de su familia. Durante la cena pavoneó varias veces de lo formidablemente bien que le iba todo en la vida. Nunca he soportado a las personas prepotentes, es superior a mí. Creo que me mostré antipática y hasta borde con él, aunque no me arrepiento.

En cambio, me encantó escuchar la historia de Alfredo, el organizador de aquel encuentro. Se había marchado de la ciudad hace unos años porque había conocido a alguien en un viaje a Madrid con quien quería compartir su vida. Ese alguien le consiguió un trabajo en la capital. Siendo aún muy pequeño, Alfredo era una persona excepcionalmente sensible, que disfrutaba más pintando, leyendo ó escuchando música que jugando al fútbol con el resto de los niños de su edad. No me sorprendió lo más mínimo cuando nos confesó que era homosexual y que se sentía feliz de poder haber contraído matrimonio con la persona a quien más amaba en el mundo: Jorge, su pareja. No obstante, hasta dar ese paso la vida de Alfredo no había sido nada fácil.
Desde que siendo adolescente tuvo claras sus inclinaciones sexuales, pasaron varios años hasta que tuvo el valor suficiente para sincerarse con su familia. No, no debió ser nada fácil mostrar esa realidad habiendo nacido en una familia tan tradicional y conservadora como nos explicó era la suya. Afortunadamente, y aunque en un principio le dieron la espalda, con el paso del tiempo habían llegado a entenderlo y a aceptarle tal y como era: una gran persona que merecía ser feliz como el que más.

A medida que iba transcurriendo la cena, me fui sintiendo más a gusto compartiendo recuerdos con aquel grupo de personas que de niña habían sido mis amigos de colegio. Además, en parte debido a que ellos relataban su vida tal cual era, sin adornos ni florituras, en parte provocado por los efectos del estupendo vino con el que estábamos acompañando la comida, sentía cada vez más la necesidad de decirles cómo me sentía en realidad, que era justo lo contrario que pensaba hacer cuando me preparaba para salir unas horas antes. Así que cuando Alfredo me dijo sonriendo que aún no había contado nada sobre mí, invitándome a hacerlo, tomé otro sorbo de vino y les conté a grandes rasgos lo que había hecho desde que perdimos el contacto al terminar la educación primaria.

Rosa, que me había tratado más tiempo que casi todos los demás porque también estudiamos juntas un par de años en el instituto, me preguntó sorprendida cómo es que no había estudiado una carrera de letras, con todo lo que me gustaba la literatura.
 -- Recuerdo que escribías pequeños relatos y cuentos infantiles – me dijo – y siempre sacabas sobresaliente en lengua y literatura. Siempre pensé que estudiarías algo relacionado con las letras.
Les expliqué que sí, que me encantaba escribir y leer, pero que había tratado de buscar una carrera con muchas salidas profesionales. Claro que Rosa con su comentario me hizo recapacitar sobre algo que había olvidado hacía mucho tiempo.

Era verdad que sentía devoción por la literatura, que devoraba libros de todo tipo: ensayo, novela, poesía… y que me gustaba dedicar mis ratos libres a escribir todo aquello que se me ocurría. Lo mismo escribía un diario íntimo expresando mis sentimientos como inventaba una historia más ó menos inverosímil y lo plasmaba en un cuaderno. En casa, en algún lugar de mi trastero, guardaba con toda seguridad todas esas hojas llenas de recuerdos.
Dediqué muchas horas de mis años de estudiante a esa afición que tanto me llenaba, hasta que empecé a trabajar en la multinacional y ahí se terminó mi tiempo libre, mi ocio y hasta mi libertad. Se supone que las personas trabajamos para vivir, no al contrario. Cada vez me percataba más de que yo había vivido para trabajar. Así mismo se lo expresé a aquel grupo variopinto de personas con quien cenaba esa noche. ¿Alguien se había parado a pensar alguna vez cuál es el sentido de la vida, para qué llegamos todos a este mundo, cuál es nuestro cometido? Mi padre utilizaba mucho una expresión que a mí me hacía mucha gracia. Cuando quería bromear con alguien le decía: “tú estás en el mundo porque tiene que haber de todo”. En esos momentos a mí me pareció que esa frase simplona y aparentemente tonta cobraba sentido más que nunca. Muchas personas pasaban por el mundo de una manera tan absurda e insignificante que ni disfrutaban de ella ni hacían disfrutar a nadie. Y yo esa noche tenía la impresión de que había desperdiciado la mayor parte de los años de mi vida, por no buscarle el sentido, por no hacer aquello que realmente me gustaba.

La conversación tomó un giro y todos nos pusimos a filosofar sobre lo que nos gustaría haber hecho en la vida y lo que hacíamos en realidad. Llegamos a la conclusión de que la mayoría de nosotros se había resignado a vivir de una manera “socialmente aceptable” aunque no nos hiciera felices. Nos hacíamos cómodos ó nos consolábamos con las cosas materiales, pero renunciábamos a aquello que nos hubiese llenado de plenitud, en muchos casos: yo a ser madre ó a estudiar filología y dedicarme a escribir, que era lo que realmente me había gustado siempre; Nuria no debería haberse casado tan joven y sin tener claras las cosas…
Con la excepción de Guillermo, cuya vida según él era perfecta y no tenía carencias (su prepotencia jamás le permitiría reconocer lo contrario), todos teníamos una espinita clavada de algo que nos quedaba por hacer. La parte positiva era que aún estábamos a tiempo de hacerlo, aunque eso requería mucha valentía, como cuando Alfredo dio aquel paso y reconoció su sexualidad para ser feliz.

Ya estábamos en los postres y yo había bebido algo más de la cuenta, pero me sentía pletórica y no paraba de hablar con todo el mundo. Elvira se me acercó y guiñándome un ojo me dijo la frasecita de rigor: “¿ves como te estás divirtiendo, tonta?, ya te lo dije y no me hacías caso. Hacía tiempo que no te veía tan animada. Por cierto… esos coloretillos… está bueno el vino, ¿eh?” Reí tontamente, en parte por sus payasadas y en mayor parte por los efectos del alcohol y el subidón que me estaba provocando.

Leímos la carta de postres y me decidí por una tarta de queso al horno que sabía que allí preparaban de una manera excelente, pero cuando la camarera empezó a tomarnos nota, me explicó que lo sentía enormemente, pero que no le quedaba ese día ni una sola ración. Cuando volví a mirar la carta para escoger otra cosa, por tercera vez en el día, me volvió la sensación de haber vivido ese momento. Todo era como si se repitiera de nuevo: el comedor, las personas que estaban sentadas frente a mí, la cara y el peinado de la camarera con su libreta anotando… y yo respondiendo mecánicamente que entonces tomaría un mousse de chocolate. ¡Vaya día extraño!, pensé. Era la tercera vez que me sucedía lo mismo.

Lo expresé en voz alta y enseguida empezaron los demás a hacer comentarios sobre la cantidad de veces que sucedía eso. Cada cual dio su opinión tratando de buscar una explicación a ese hecho. Guillermo dijo que a él le pasaba a menudo y que siempre pensaba que era porque ya habíamos vivido otras vidas anteriores a ésta. Elvira, buscando una explicación más real y por supuesto utilizando sus dotes de “psicóloga aficionada” explicó que simplemente se trataba de que habíamos vivido situaciones similares, aunque nunca idénticas, pero que nuestro cerebro reaccionaba demasiado rápido, anticipándose e inventando el resto. La idea que dio Javier, que seguía siendo tan introvertido como cuando era niño y había permanecido callado la mayor parte del tiempo, tenía mucho que ver con la de Elvira: él había leído en un artículo de una revista científica que esas situaciones se producían por un fallo de nuestro cerebro, que confundía situaciones parecidas y las hacía parecer repetidas. En cualquier caso, era algo que le pasaba a todo el mundo de vez en cuando.

El mousse de chocolate resultó estar tan rico como la tarta de queso al horno. Lo tomé acompañándolo de un café solo y una copa de crema de orujo, a pesar de que me sentía levemente mareada por los efectos del vino en mi organismo. Lo estaba pasando formidable, relajada y sintiéndome bien conmigo misma por primera vez en muchos meses, así que no me preocupé de pensar que quizá estaba bebiendo demasiado alcohol para tener que volver a casa conduciendo mi coche. Puse atención en la conversación que estaban manteniendo en esos momentos Alfredo y Rosa, que estaban sentados frente a mí. Hablaban de lugares donde les habría gustado vivir. Alfredo decía que se había acostumbrado muy bien al ritmo de vida de Madrid, pero que no le importaría vivir en un lugar más tranquilo, alejado de tanto bullicio. Ella en cambio, que había pasado toda su vida en nuestra pequeña ciudad, echaba en falta precisamente el tener más servicios de ocio, una cultura diferente ó  más oportunidades. Soñaba con trasladarse a una gran capital europea como Londres ó París. Cuando me preguntaron a dónde me iría yo en caso de tener ocasión, respondí automáticamente y sin pensar: “me iría a Buenos Aires”. Nada más decirlo, me sorprendí a mí misma porque jamás me había planteado irme a vivir a Argentina. Decididamente, tenía un día extraño, ó quizá tanta bebida alcohólica en un cuerpo desacostumbrado estaba haciendo travesuras.

Seguimos allí sentados, hablando y recordando nuestros tiempos en la escuela, a nuestros profesores y a los compañeros que no habían acudido a la cena. El tiempo pasó rápidamente y algunos tomamos algunas copas más. Cuando nos quisimos dar cuenta eran más de las tres de la madrugada y alguien bromeó diciendo que deberíamos ir pensando en levantarnos e irnos antes de que los del restaurante nos echasen por pelmas, que estarían deseando recoger y cerrar. Así que empezamos a ponernos los abrigos para salir. Recuerdo que cuando me levanté de la silla me sentí bastante desequilibrada a la par que muy alegre. Creo que nunca en mi vida había bebido tanto en una cena. Al menos, nunca había sentido esa sensación de falta de dominio de mí misma. Los recuerdos a partir de ese momento no son nítidos en absoluto, son solo retazos: Elvira diciéndome que no estaba en condiciones de conducir y que mejor que nos llevase Javier, que no había bebido nada, yo llevándole la contraria empeñada en que estaba perfectamente… Creo que discutimos un buen rato en el aparcamiento del restaurante a causa de eso, hasta que Elvira dándose por vencida decidió que ella se iba con Javier, que yo podía hacer lo que me diese la gana. Después hay un intervalo de tiempo del que no recuerdo nada en absoluto, porque el siguiente flash de mi memoria me sitúa sentada en un coche que no es el mío, en el asiento del copiloto junto a Alfredo que, conduciendo, me lanzaba miradas de preocupación de vez en cuando. No sé si hablamos en el trayecto a mi casa, donde me dejó. Es bastante desagradable para una persona enterarse de que ha habido unos minutos u horas de su vida en que no es consciente de lo que ha hecho, simplemente porque no lo recuerda a causa de que no ha sabido controlar lo que bebe. Y si esa persona es alguien tan perfeccionista como yo, es aún peor. No me siento orgullosa en absoluto de ello, aunque debo relatarlo por tener mucha relación con esta historia que cuento.

Cuando Alfredo me dejó en casa, debí quedarme dormida en el sofá, aunque no sé si fue durante horas ó quizá solo unos  minutos. Perdí por completo la noción del tiempo. Sé que me desperté con un terrible dolor de cabeza consecuencia de la resaca, que me tomé un café bien cargado y me metí en la ducha, tratando de reponerme.

Mientras me secaba envuelta en el albornoz me seguía doliendo tremendamente la cabeza, lo que agudizaba la sensación de angustia y mal presagio que había tenido desde por la mañana, cuando desperté de lo que supuse era una pesadilla. Ahora era aún peor, más intenso. Me pregunté qué hora sería. Estaba totalmente perdida. Había sido un día de lo más extraño, en el que mi estado anímico había dado mil vuelcos. Pensé que si se pudiese reflejar en un eje de coordenadas tendría mil altibajos, con puntas en los dos extremos, porque había pasado de la depresión a la euforia para volver a caer en la frustración a estas horas de lo que imaginaba era la madrugada del domingo. Ya debería de estar amaneciendo. Caí en la cuenta de que había estado tan ocupada durante todo el día que ni siquiera había tenido tiempo de leer el periódico ni de ver las noticias en televisión, así que me dirigí al salón y encendí el ordenador. Mientras se ponía en marcha busqué con la mirada el reloj de pared que marcaba las ocho menos diez de la mañana, más ó menos la hora que yo calculaba.

Busqué en Internet el periódico que leía habitualmente, para ver los titulares del domingo, que eran más ó menos los de siempre… problemas económicos, discrepancias entre los dos partidos políticos mayoritarios, los resultados de fútbol de la liga del sábado…
No me gusta el fútbol, así que cambié de página pero… algo estaba mal. Volví a la página anterior, la de los resultados de liga. ¿Qué era lo que no cuadraba? ¡Ay, qué dolor de cabeza! Me llevé las dos manos a la misma, tratando de dilucidar qué era lo que me había parecido extraño unos instantes antes… mis ojos se abrieron de par en par al ver que estaban todos los resultados de la quiniela, no solo los del sábado. ¿Cómo era posible? ¡Si aún eran las ocho de la mañana del domingo! ¡Si no jugaban hasta las cinco de la tarde! ¿Estaría soñando? ¿Hasta tal punto me habían afectado las copas de la cena?

Cada vez más sorprendida, volví a la página principal del periódico, en la que antes apenas me había detenido. Esta vez leí con atención la cabecera del periódico, donde aparecía el nombre del mismo y la fecha y hora: lunes, 25 de noviembre de 2009… ¡lunes! ¡no! ¿qué demonios estaba sucediendo? ¿me había vuelto loca ó qué? ¿qué había pasado con el domingo? Mil preguntas se agolpaban en mi mente y sentía que me martilleaban la cabeza, cada vez más dolorida. Incapaz de comprender, solo acerté a pasar páginas y seguir leyendo, aunque distraída y sin prestar atención: lunes, lunes… ¡era lunes! La programación televisiva reflejada era la del lunes, no la del domingo; los resultados deportivos reflejados eran todos los del día anterior, domingo: tenis, baloncesto… No entendía nada… me froté los ojos pensando ingenuamente que despertaría de ese sueño extraño en el que me habían robado el domingo de mi vida igual que en aquella bonita canción de Sabina  le habían robado el mes de abril… Seguí pasando páginas hasta llegar sin proponérmelo al apartado de sucesos: Derrumbe de una cocina en la calle Alta… Atropello en la Avenida de la Constitución… Incendio de una vivienda en la Plaza de Castilla… Fallece el pintor Juan José Molina… Accidente grave en la A-62  en la madrugada del sábado al domingo…
Con los ojos clavados en la pantalla y una angustia creciente en el pecho, pinché en este último titular para ver la noticia completa:

FALLECE UNA MUJER EN UN GRAVE ACCIDENTE DE TRAFICO LA MADRUGADA DEL DOMINGO
I.B.R., de 42 años, falleció en el acto al colisionar su vehículo contra un camión tras atravesar la mediana por causas que aún se desconocen…
… al parecer la mujer regresaba a casa tras una cena en la que se habían reunido varios antiguos compañeros de colegio…
… su familia y amigos, así como sus acompañantes esa fatídica noche, están conmocionados con la noticia…

Vomité en el suelo, sentía como mi cabeza daba vueltas y el dolor en el pecho era insoportable… ¡Era imposible! ¡Tenía que estar soñando! Más abajo aparecía una fotografía tomada en el lugar del accidente. Mi BMW aparecía destrozado, irreconocible, empotrado contra el morro del camión… ¡No puede ser! ¡Yo había dejado mi coche aparcado en el parking del restaurante y Alfredo me había traído a casa en el suyo! ¡Debía haber un error!
Me vestí precipitadamente y llamé a un taxi. Iría a recoger mi coche al restaurante y todo volvería a la normalidad. Era una situación tan irreal y yo estaba tan histérica que reí nerviosamente mientras esperaba en la acera junto al portal. Todo volvería a la normalidad, todo volvería a la normalidad… recogería mi coche y volvería a casa a dormir… solo pensaba en dormir, en descansar, en recuperarme de esa resaca. Y no volvería a tomar una gota de alcohol en mi vida. Me lo prometí a mí misma.

El taxi no tardó más que unos minutos. Me senté en el asiento trasero y le pedí que me llevase al restaurante donde había cenado con mis compañeros. No recuerdo demasiado del trayecto, seguramente iba distraída, totalmente ida, solo deseaba llegar lo antes posible y comprobar que mi coche seguía aparcado donde yo lo dejé hacía unas pocas horas. Todo estaría bien, seguro que mi subconsciente me había jugado una mala pasada. El alcohol producía extraños efectos y a mí al no estar acostumbrada me afectaba más. Tenía que ser eso.

Pero llegamos al parking del restaurante y ahí no estaba mi BMW. Sentí una punzada de dolor, un creciente ardor de estómago que me hizo vomitar de nuevo, nada más bajar del taxi. Me sentía cada vez peor y el dolor de cabeza era tremendamente agudo. Recuerdo que el taxista, preocupado, me preguntó si me sentía bien y le respondí mecánicamente y con un hilo de voz que no sucedía nada, que me había equivocado y que si hacía el favor de llevarme a la salida 3 de la autopista, lugar donde según la noticia del periódico se había producido el impacto.

No tardamos mucho en llegar, puesto que estaba a pocos kilómetros del restaurante. Me bajé, pagué al taxista y le dije que ya estaba bien, que podía marcharse. No pareció convencido, puesto que volvió a preguntarme si me encontraba bien de verdad, si necesitaba ayuda ó quería que me esperase unos minutos. Le agradecí su gesto, asegurándole sin demasiada convicción que no era necesario. Se quedó dudando unos instantes tras los cuales arrancó y se marchó. Seguramente la expresión de horror de mi cara le hizo pensar que era una loca, y quizá no andaba muy desencaminado, pensé en esos instantes.
Solo tuve que caminar unos cien metros para vislumbrar de lejos los restos que  quedaban de mi coche, que aún no habían sido retirados de la cuneta de la autopista. Me sentía como una autómata, mi cerebro no mandaba mi cuerpo, que parecía que se movía de forma autónoma. Cesó el dolor de cabeza, ó quizá ya era tan intenso que no sentía nada, ni náuseas, ni ardor de estómago… era como si ya no estuviese allí, incapaz de sentir nada.

Hemos oído tantas veces hablar de la muerte, de lo que se siente en el momento de morir… que si una luz al final de un largo túnel… que si vamos al cielo ó al infierno… que si la vida eterna, el paraíso… que si cuando sientes que vas a morir toda tu vida pasa por tu mente en unos instantes… yo no sentí nada, no pensé nada, no recordé nada ni a nadie… solo silencio y bloqueo de la mente.
Regresé a casa en otro taxi, ya más calmada. Seguía pareciéndome una situación irreal, así que tenía que asegurarme: me armé de valor y volví al periódico que estaba leyendo, buscando el apartado de necrológicas… sí, tuve la fortaleza de buscar y leer mi propia esquela. Empecé a comprender las extrañas sensaciones que había tenido durante ese día tan raro que había vivido… no… revivido. Porque ahora entendía que mi sábado se había repetido paso a paso. Por eso sentía tantas veces la sensación de haber vivido ese momento, ¡porque lo había vivido justo el día antes! La única diferencia debía haber sido la vuelta a casa tras la cena: en el día real regresé ebria conduciendo mi coche y tuve el fatal accidente por no escuchar los consejos de Elvira. El destino de cada uno está marcado desde que nace. Al menos, eso he pensado siempre.

Ignoro por qué tuve la oportunidad de rectificar en el sábado revivido. Tampoco entiendo la razón que hay para encontrarle el sentido a tu vida justo al día siguiente de morir, pero creo firmemente que nunca es tarde para cambiar y buscar la felicidad.
Por eso, esa misma mañana de lunes saqué un billete aéreo para Buenos Aires.